Con el agua al cuello

Columnas de Opinión
Tamaño Letra
  • Smaller Small Medium Big Bigger

Escrito por:

Carlos Escobar de Andreis

Carlos Escobar de Andreis

Columna: Opinión

e-mail: calli51@hotmail.com


Comenzó a llover a eso de las cuatro. Le comenté a mi acompañante que ojalá lloviera duro, porque me faltó saber cómo es llover en el centro de Santa Marta, para humedecer mi percepción en el artículo del pasado jueves. Desde el alero del edificio donde está el Banco Agrario de la calle de La Acequia, entre tercera y cuarta, veíamos llover torrencialmente. Sin embargo, el agua corría sin aspavientos.
Me sorprendió tanto que me dije: ¡Qué bueno, todavía funciona el alcantarillado pluvial!, motivo de orgullo samario frente las arremetidas de los arroyos en la vecina Barranquilla.

Tres saltos Ibargüen bastaron para alcanzar la acera de enfrente. Buscábamos escampadero. El lugar donde nos refugiamos es un zaguán que une las calles Santo Domingo y La Acequia: de un lado ofrecen el servicio de parqueadero de motos y del otro de comidas, bebidas y refrescos. O sea, estábamos muy bien situados, podíamos ver cómo transcurría la lluvia por ambas caras, mientras consumíamos sodas sin azúcar y empanadas de carne, viendo con sólo girar la cabeza, a comensales ensopados en tránsito.  

La tertulia de Pensar Caribe en El Informador estaba programada para las cinco y el expositor, Oscar Alarcón Núñez, me llamaba cada quince minutos para saber si se hacía o no. Sentimos caer rayos y centellas que nos estremecieron. Varias veces intentamos salir y enfrentar el torrencial aguacero para llegar a nuestro destino. No fue posible sino hasta las cinco pasadas, que atravesamos a brincos los charcos del parqueadero en medio de las salpicaduras que escurrían de una poli-sombra, para llegar a recoger la camioneta en la que nos moveríamos.  

Mejor a la derecha para coger la Av. del Libertador que se inunda menos. A la izquierda salimos a la Santa Rita que es el desaguadero de media ciudad. La Acequia, ya no era la del apacible caudal de las cuatro, debido a que el alcantarillado pluvial antes elogiado, parecía haber colapsado. La riada tapaba los andenes, haciendo que algunos transeúntes caminaran prendidos de los hierros de las ventanas, como micos, para no hundir sus pies en las turbias corrientes de dudosa procedencia. Otros, resignados y abandonados por su suerte, arremangados hasta las rodillas, desafiaban la mano de hongos, clavos y huecos con los que se podrían tropezar.

Todo era agua en el centro de Santa Marta, “firmamento (nublado) entre las aguas”, como en el Génesis.   

Avanzábamos a “paso de tortuga”, no había más opciones. Adivinando cómo estaría el camino más adelante. En la incertidumbre. Por fortuna aún resplandecía en la oscuridad. Llegamos a la Av. del Ferrocarril. Había que cruzar a la derecha y subir por la calle 18, buscando la Av. de los Estudiantes, para aproximarnos al Liceo Celedón. En esta travesía, nos dieron las seis de la noche.

Llegamos. Apenas once personas y el expositor en la sala de tertulias José B. Vives De Andreis, citados para saber más del libro “Panamá Capital de Colombia”, en la propia voz de su autor.

Reflexión. No me imagino lo aburrido que hubiera sido el recorrido descrito en esta casual narrativa urbana, de haberse cumplido la terminante declaración de las autoridades locales: “…todo está previsto, la ciudad está preparada frente a cualquier amenaza, las unidades de atención de emergencias están listas y activadas para reaccionar oportunamente ante el desastre (…) etc.” Se hubiera  perdido el apasionante encanto de la tensión y la angustia por la infinidad de letreros fríos destacando la “ruta de evacuación”, por el fastidioso ruido de las sirenas ululando “alertas tempranas”, los atestados “puestos de socorro” a mitad de camino, los hacinados albergues y las insistentes cadenas de solidaridad con los damnificados de Pescaito, Manzanares, el Pando y María Eugenia. No habría sido tan divertido, quizás.