De punta a punta por la campo serrano

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Carlos Escobar de Andreis

Carlos Escobar de Andreis

Columna: Opinión

e-mail: calli51@hotmail.com


Cualquier recorrido casual por la Carrera Quinta o Avenida Campo Serrano de Santa Marta es siempre una aventura sin límites, que sirve de inspiración a la  narrativa urbana. Dejarse llevar por el torrente humano que transita por este lugar, buscando una sombra fresca en la que resguardarse: la de las mañanas sobre lo que queda de andén oriental entre ventas callejeras y almacenes y, la de las tardes, sobre el andén occidental. Entre las 12 y las 2, cuando el sol se regodea en el cenit, los vendedores amodorrados con un ojo vigilan la mercancía que aún no han vendido y con el otro duermen la siesta fugaz del medio día.


Son apenas las diez y la gente avanza al ritmo que lo permite la reverberación, que es la que regula el tiempo de los transeúntes que desprevenidos circulan de sur a norte tocando sus codos con los que vienen en sentido contrario. Procelosos, amenazando rebasarte, los jóvenes piden vía en su afán por andar más rápido y descubrir pronto lo que les depara el camino que tienen por delante. Van atropellando y zigzagueando, para al final, ya mayores, darse cuenta que en realidad no valía la pena llegar primero.

Hay personas a las que evitas tropezar, porque muestran en su mirada larga la pesada carga sobre sus espaldas, van sudando a chorros la impotencia de no poder arrastrarlas o de no tener la fuerza para liberarse de ella. Te apartas por desprecio o compasión, dejándoles libre el camino de sus desdichas. Las hay también cargadas de la basura que acumularon a medida que pasaban por la vida recogiendo y compactando odios, rencores, tristezas y lamentaciones. Huye de ellas, es que no les importa descargar los desechos acumulados sobre ti.

Otras, transportan cargas más livianas, más llevaderas,  las ocultan  bajo el ropaje de estreno para el santo día. A esas, las ves siempre sonrientes, de buenos modales, son amables, solidarias y tolerantes; ellas venden la imagen cierta o impostada de la ciudad en la que cuecen y consumen sus esperanzas. En lenguaje fingido trasmiten las ideas de paz y seguridad que respiras mientras andas. Son frágiles, susceptibles y una mirada tuya podría sacarlas del éxtasis y la ensoñación. Ten cuidado, podrías irritarlas.

En cambio, las señoras gordas y pachochas son felices por la Campo Serrano. Se detienen a cada paso para saber cuánto vale esa crema de saliva de caracol para la piel reseca, el jarabe de totumo para la tos y el de sábila para el estreñimiento, las sandalias romanas con hebillas, la blusa rosada de satín, el tapete bordado, las carteras de puro cuero, las ray ban legítimas y los sombreros chinos de cinco mil. Nunca compran, porque nada de lo que exhiben les falta, únicamente se divierten y disfrutan regalando al caminante su risa, su desparpajo y sus ganas de vivir, en medio de tanta piratería.

Pero sin duda los anfitriones de este gran espacio abierto, que se extiende desde la Cangrejalito a más allá de la Santa Rita, son los llamados comerciantes de la calle -estacionarios, ambulantes y maneros- que muy temprano despliegan sobre las aceras sus angustias en forma de trapos, plásticos, metales, cauchos y alimentos de poco valor; encomiendan sus almas a Dios o al Diablo; a ratos se mofan de su desventura y huyen despavoridos cuando los persigue la lluvia o los acosa la policía. Son ellos los que al rociarse la loción del culebrero se dicen a sí mismos: ¡Échate, marica, para que veas como vendes hoy!