Fresco…cógela suave

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Carlos Escobar de Andreis

Carlos Escobar de Andreis

Columna: Opinión

e-mail: calli51@hotmail.com


Un fantasma recorre desde hace algún tiempo a Santa Marta y no es precisamente el que nos llega cada diciembre con la “loca”.
Es el fantasma de la frescura. Nada nos agobia, nada nos angustia, nada nos perturba. Esa parece ser la consigna de quienes habitamos la ciudad “dos veces Santa” (con mayúscula, así aparece en nuestro himno patrio) que inspiró a don Mariano Barreneche de Castro.

Digamos que se puede caer el mundo a pedazos que de nuestros labios no sale un “esta boca es mía”. A lo sumo un refunfuño o un recatado berrinche de pasillo o de coctel. La paciencia nos desborda y es lento y sosegado nuestro andar. No hay afanes. ¿Para qué correr si nadie nos espera?, dice el común. Aquí cualquiera puede hacerlo. Las filas definitivamente son un divertimento por la oportunidad que nos brindan para acopiar anécdotas. Las largas horas en las salas de las EPS son buenas también para acumular historias, esas si de dolor y de terror, propias de la enfermedad grave que sufre el sistema de salud. Y en los tertuliaderos habituales, en las esquinas del barrio, se habla de esta vida y de la otra, con mucha calma, chismoseando claro, pero sin atropellar a nadie.

De positivo tiene la tranquilidad pasmosa con la que recibimos las alzas del nuevo año, las malas noticias de los impuestos, de las fotomultas y también de los recortes de nómina, pensiones y prestaciones. Es como si a una sola voz se les estuviera diciendo a los que promueven y deciden alzas y recortes disfrazados de reformas tributarias integrales: ¡Mamola! Por estos lares nadie paga. Una suerte de desobediencia civil soterrada, inorgánica, espontanea, que definiera Henry D. Thoreau como “el acto consciente de desacatar una norma de la que se tiene la obligación de cumplimiento”.

De negativo tiene la cualidad de exasperarnos a veces la excesiva frescura, aunque ante ella preferimos callar para no alterar esa paz que nos involucra y nos contagia. No hay poder humano que haga que la gente camine civilizadamente sobre los andenes; que cruce la calle cuando el semáforo le indica; que no detenga su auto, moto, bicicleta o carretilla de frutas, guineos o verduras en la mitad de la vía mientras trata de entrar en calor con un almibarado tinto callejero; que no pare a conversar con el vecino, con el compadre o la comadre de pretil a pretil; que no se tome todo el tiempo para recoger un pasajero y que no lo haga en cualquier sitio; que no se detenga porque sí y genere un tremendo trancón. Nada que hacer, debemos asumirlo como parte de esa rutina pausada de la forma de ser samaria.

El despacho en las oficinas públicas abre a las nueve y cierra antes de cinco. Los funcionarios no son por regla servidores públicos, son simples “colaboradores” que negocian favores excepcionales. Su función no es atender y resolver. Ay de quien no solicite respetuosa y comedidamente que se le reciba un trámite o una queja. Ay de quien se le pase la mano pidiendo mayor celeridad y prontitud. Mucho cuidado. Aquí las cosas se hacen “con su avena y su pitillo”. Más respeto por favor o es que “está amargado, lo echó la mujer o se desayunó con culebra mapaná”.

Es bien sabido que las ciudades que cultivan este ritmo, que andan “a paso de Conga”, tres pasitos adelante y uno atrás, tienen un porvenir muy lejano. Su crecimiento, desarrollo y cambio van a la velocidad del morrocoyo. Sus metas, objetivos y sueños de mediano y largo plazo se prolongan y se extienden en el tiempo hasta que un buen día, por frustración o por cansancio, renunciamos a ellos. No es que ahora nos amarremos el cinturón y le hundamos hasta el fondo el acelerador a la vida, no, evitemos el vértigo, es solo que estemos más despiertos, que nos movamos con responsabilidad y con respeto, que nos atrevamos a hablar, a decir sin ofender y a actuar a favor del interés colectivo. Es eso nada más y, “frescos...cójanla suave”.