Hace apenas dos años, después de casi medio siglo por fuera, regresé a mi natal Santa Marta.
De ahí que nuestro Nobel de Literatura decía que regresar a la raíz, al lugar de origen, era como recuperar el ecosistema humano perdido: “...siento, apenas me bajo del avión en Santa Marta, Cartagena o Barranquilla, que todo en el cuerpo y en la mente se me reajusta, se identifica perfectamente con toda la realidad ecológica que tengo alrededor, porque yo he llegado a la conclusión que uno es de su medio ecológico y es muy grave, peligroso, salir de él (...) Si a mí me sueltan vendado en cualquier lugar del Caribe, yo sé donde estoy, porque el organismo me funciona de una manera que no me funciona en otra parte...”
Es de todos esta sensación. No son añoranzas, no revuelos de nostalgias ni embrollos de buenos o malos recuerdos. Nos tocó nacer aquí o allá. Como tener a la mamá que nos parió. Nada que hacer. Es esa nuestra “realidad ecológica” que, aunque digamos que no nos gusta nada, que nos choca o nos molesta todo, ahí es donde queremos estar.
Si alguna vez nos fuimos, nunca nos desarraigamos, que es irse de veras.
Experimenté la ausencia, pero no el desarraigo. La gente estuvo aquí siempre. La familia y los amigos. Pero también estuvieron las casas que habité y las calles con esos nombres sonoros: Cangrejal, la Cárcel, Tumba Cuatro y Burechito. La procesión de la Virgen del Carmen, la de San Agatón en Mamatoco y Taganga, Pescaíto en La Castellana, el hotel Tayrona, la Gota de Leche, el Teatro, la plaza, Punta de Betín y El Morro que, con el trasegar de los años, algunos se envolvieron en moho para ocultar su vergüenza por el sucio abandono.
Así son las ciudades -al decir de Ítalo Calvino- que como “Zaira: es la ciudad que guarda en las relaciones entre las medidas de su espacio y los acontecimientos de su pasado, que recuerdan los viejos y que se guardan en cada calle o esquina de esta”, o como “Zirma: una ciudad de gente absurda, de cosas sin sentido, muy llamativas que se quedan en la memoria y tienen su propia simbología”, y como Santa Marta, que es también como “Zenobia: una ciudad de crecimiento paulatino, sin ningún patrón de ordenanza (...) una ciudad que suprime las memorias y deseos de otras ciudades (...) indefinida entre las ciudades felices e infelices”.
Estar de regreso en Santa Marta y agradecer la invitación de los directivos de EL INFORMADOR, para compartir con sus lectores y mis amigos andanzas y reflexiones salidas de observar, como “el flaneur” de Walter Banjamín, que recoge y registra imágenes urbanas con gozo y ojos de águila, sucesos y situaciones del presente, matizadas de historia y salpicadas de irónico optimismo.