Tartus: un nuevo comienzo

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Eduardo Barajas Sandoval

Eduardo Barajas Sandoval

Columna: Opinión

e-mail: eduardo.barajas@urosario.edu.co



Entrados ya en el tercer milenio, el Mediterráneo sigue siendo objeto de las ambiciones de los que quieren ser protagonistas de la historia.


Como si el surgimiento de América y el protagonismo creciente del Índico y el Pacífico no hubieran sido capaces de cambiar la lectura estratégica del mundo; como si toda potencia con aspiraciones globales no pudiera conseguir respeto y tener significación sin el acceso a sus aguas desde un embarcadero en sus costas, el Mediterráneo sigue siendo epicentro de acontecimientos de toda índole que marcan el ritmo de la marcha del mundo.

Mucho antes de la era cristiana los persas intentaron controlar el oriente del mediterráneo, pero los griegos los hicieron devolver. Los turcos consiguieron el premio mayor de Constantinopla y Anatolia; de ahí su poder. Los búlgaros estuvieron a punto de lograr una salida, que costó varias guerras. Los chinos alcanzaron a tocar sus aguas en sentido estratégico en la época de estrecha amistad con Albania. Y Rusia, a la cabeza de la Unión Soviética, para merecer el título de potencia global, mantuvo una flota significativa en ese mar. En plena Guerra Fría, el régimen Baathista del padre del actual presidente sirio le concedió permiso para establecer un puesto de reparaciones menores y de reabastecimiento de agua y comida, además de seguro refugio para sus naves en el puerto de Tartus.

La presencia de los rusos en el Mediterráneo era buen complemento del control de media Europa que consiguieron para estar un poco más seguros detrás de la Cortina de Hierro. Con la garantía de una ensenada segura en Siria, pequeña frente al poderío de la OTAN en la región, muchos barcos soviéticos evitaban tener que ir hasta el Mar Negro a conseguir auxilios elementales y pasar por los Dardanelos y el Bósforo, controlados por Turquía, miembro de la Alianza del Atlántico Norte.

Los espías y los analistas de todas partes han considerado que Rusia estaría dispuesta a cualquier cosa por mantener su presencia en Tartus. Los centros de estudios internacionales de Moscú tratan de explicar que Tartus no es precisamente la razón del apoyo de Moscú al gobierno sirio. Afirman que se trata de un puerto pequeño donde no caben fragatas ni destructores, y mucho menos portaaviones de la Armada rusa, de manera que es una facilidad de valor simbólico, pero de poca o ninguna significación estratégica. El hecho de que los submarinos nucleares rusos pueden descansar en las aguas profundas del puerto no les merece ningún comentario.

Lo cierto es que, además de la facilidad de uso del puerto, entre Rusia y Siria existe una relación mucho más amplia y profunda, que incluye la adquisición y el mantenimiento de grandes cantidades de armamento y el apoyo militar directo, a través de la aviación rusa, sin el cual la suerte del régimen del oftalmólogo que no puede ver la desgracia hacia la que ha empujado a su pueblo, sería otra. Ya se han visto las imágenes de devastación de la multimilenaria ciudad de Aleppo, que Assad parece recuperar gracias al apoyo de un bombardeo ruso tan inclemente que ha suscitado la protesta de muchos, que lo denuncian como crimen imperdonable. Pero la alianza va mucho más allá y también incluye nada menos que el apoyo de la experimentada y poderosa diplomacia rusa, con asiento y capacidad de veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, apoyo sin el cual el régimen sirio seguramente habría recibido la reprimenda, merecida, de la institucionalidad internacional, por su insistencia en mantenerse en el poder, a costa del sacrificio de su pueblo.

Sin perjuicio de que, en palabras del propio Assad, la guerra civil siria se haya convertido en un conflicto entre Rusia y Occidente, los favores rusos reciben una recompensa creciente, en la medida que él mismo acaba de disponer que la aviación rusa utilice de manera indefinida la base aérea de Hmeymim, desde donde ahora se bombardea la ciudad de Aleppo, y que las facilidades de Tartus para los rusos se conviertan en una gran base naval, además de permitir que Rusia instale en el país misiles para defender el nuevo esquema de su presencia armada.

Después de trescientos mil muertos, mal contados, y de un éxodo vergonzoso resultante del descuartizamiento del país, el reparto de la tragedia siria sigue invariable, con el Estado Islámico brincando con su propio disfraz por entre el macabro baile, sirviendo como excusa para que todos hagan, en desorden, lo que puedan. Quienes apostaban por el fracaso de la intromisión rusa en Siria, estaban tal vez juzgando por los estándares de quienes no han sabido manejar las cosas en el Medio Oriente. Por ahora los rusos utilizarán Hmeymim y Tartus para actuar en el conflicto que les ocupa. Después, bajo el liderazgo de Vladimir Putin, que quiere revivir el esplendor de los sueños rusos, tendrán todas las opciones que, desde el tiempo de fenicios y persas, han disfrutado quienes tengan asiento en algún rincón del Mediterráneo.