Un naufragio inevitable

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Eduardo Barajas Sandoval

Eduardo Barajas Sandoval

Columna: Opinión

e-mail: eduardo.barajas@urosario.edu.co



Es frecuente que los gobernantes se encuentren en un momento determinado en condiciones de inferioridad ética respecto de sus gobernados.
La evidencia de esa inferioridad debería ser la señal del retiro de quien no merece dirigir. Pretender gobernar desde una posición que no concita el respeto general es un contrasentido. Aferrarse al poder en esas circunstancias deteriora la moral pública y desactiva el ánimo de la sociedad. Perturba la búsqueda permanente de la felicidad, derecho fundamental y clave de la armonía social.

 

El reciente proceso político brasileño había puesto ya en evidencia un rechazo creciente a la figura de la presidenta Dilma Rousseff y a la corrupción generalizada que, según personas autorizadas, como el expresidente Fernando Henrique Cardoso, afecta al conjunto del aparato estatal. La insatisfacción por la tarea del gobierno tuvo que ver inicialmente con los resultados de la gestión de la economía y el deterioro del nivel de vida de amplios sectores de la sociedad. Luego, en la medida que a la ineptitud se fueron sumando las cuentas de la corrupción y del uso a la vez astuto y ramplón de los mecanismos institucionales para ayudar a los amigos a salir de los afanes de la persecución de la justicia, las cosas quedaron listas para el colapso del régimen.

El escándalo de Petrobras, con la creciente vinculación de funcionarios públicos al circuito de las maniobras ilícitas alrededor de millonarios contratos de la petrolera, ha llegado a tocar la cúpula del poder y se convierte en símbolo del proceso de deterioro general de la vida pública del país. Motivo de preocupación para la propia señora Rousseff, quien presidió el Consejo de Administración de la empresa entre los años 2003 y 2010, período crucial en el sumario de los desaciertos estratégicos y el desorden en la disposición de los recursos de contratación.

La posible vinculación del expresidente Lula al proceso vino a provocar una de las peores equivocaciones de la jefa del Estado. Nada distinto puede ser el desatino de acomodar las cosas y propiciar una salida burocrática que le alivie a su amigo y padrino el peso del problema, designándolo como miembro de su Gabinete. Designación que lo excluiría de la jurisdicción del ya famoso juez Federal Sergio Moro, encargado de esclarecer las incidencias de la corrupción sistemática ligada a la mayor empresa estatal de Brasil.

La torpe jugada de la presidenta, puesta en evidencia a través de una grabación en la cual se aprecia la intención de hacerle una treta a la justicia, llevó a que amplios sectores de la opinión pública pasaran del desencanto a la ira. Porque, aún en medio del folclor de la vida política en regiones tropicales, la calidad personal y la idoneidad ética deben ser elementos fundamentales a tener en cuenta a la hora de calificar a los gobernantes.

Atrincherada en el poder, sin capacidad para producir un cambio de rumbo creíble, la Presidenta no solamente acentúa el descontento y el desgobierno, sino que está generando una serie de secuelas que golpean a unos, aunque pueden solazar a otros. En primer lugar golpea el ánimo del país, elemento delicado y sensible que constituye patrimonio valioso a la hora de acometer propósitos nacionales, dentro de los cuales figura apenas en unos meses la realización de los Juegos Olímpicos. También descredita una vez más a la izquierda en América Latina, que merecería figurar dignamente en el escenario como alternativa política dentro de los cauces de la institucionalidad democrática. Y en el campo internacional descubre las debilidades profundas y la falta de méritos verdaderos de solidez institucional y transparencia de un país que pretendía ser líder de América Latina y ocupar un puesto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

Desgastada ante la opinión interna y descreditada en el contexto internacional por los desatinos de su gestión y sus maniobras de angustia para sobrevivir en el ejercicio del poder, bajo la presión de una mayoría ciudadana que está muy por encima de ella y no aprueba su estilo ni su gestión, ni sus ardides, Dilma está llamada a entregar el mando, ante el naufragio de su gobierno, si le queda un poco de sentido de responsabilidad por el destino de su país.