La miga de la Semana Santa, culmen del camino cuaresmal, tiene que hacernos repensar sobre nuestro propio pulso interior. Esto se consigue, sustentándose en silencio y sosteniéndose en soledad, bajo la contemplación mística y sobre la esperanza de quien es verdad y vida. Nuestra tarea es la de embellecer y no embobarse, la de conciliar lo irreconciliable y no poner armas sino alma, la de corregirse uno mismo como manantial de inspiración, siendo un poeta en guardia permanente, para enmendar la infusión mental a la sombra del Triduo Pascual. Tanto la referencia como el referente no pueden ser más sublimes.
Continuamente tenemos que renovarnos y crecer espiritualmente, para movernos con mejor tono y sabio timbre; ya que, si también estamos llamados a testimoniar efectivamente el amor de nuestro Redentor, con la memoria de la Última Cena, requerimos despertar, ponernos en acción y salir de nuestro espacio insensible; para entrar en la voluntad etérea, destronando de nuestros horizontes los dramas humanos. A poco que nos adentremos en la pasión y muerte del Señor, que percibamos su calvario con el iris del resplandor, nos daremos cuenta de que, para reconducirnos, no hay mejor itinerario que ponernos al servicio de nuestros análogos.
Nos hace falta acogernos y recogernos para nuestra propia purificación interior, tener tiempo para sí e interrogarnos con la fuerza del amor divino, meditar sobre nuestros andares y la realidad de la vida humana. Conjugar el verbo amar en nuestro acontecer diario, es la mejor manera de cultivar la aspiración por quererse, para restituir el camino existencial e instituir en nuestra savia la ofrenda conciliadora. Sabiendo que el mal no tiene la última palabra, no dejemos que se nos trastoque la voluntad agraciada celeste y comprometámonos, con más valentía y entusiasmo, para que nazca un mundo más de todos y de nadie en particular.
Fuera poderes insanos que nos desvalorizan, haciéndonos esclavos de sus mentiras, volviéndonos borregos de sus farsas. Ahí está el faro de la cruz de Cristo, para que en medio de la tempestad que nos acorrala, hallemos consuelo. Con estos sentimientos, deseo de corazón un vital y reconstituyente cambio de actitudes, lo que debe traducirse en un servicio humilde y desinteresado al prójimo. Esto nos ayudará a unir las voces, para poder salir de la incesante suma de conflictos y de las peligrosas condiciones de seguridad. Ojalá aprendamos a tomar conciencia de ello, porque es el sentido de paz, de solidaridad y generosidad, lo que nos orienta hacia una nueva comunión de luz.
Es verdad que los desafíos de nuestro orbe y de la época actual son muy fuertes. Sólo hay que revisar los datos, difundidos recientemente por Naciones Unidas. Una de cada tres personas falleció cuando huía de un conflicto. El 60% murieron ahogados y otro 70% nunca es identificado, lo que hace que las familias y las comunidades sufran con la falta de claridad sobre lo que le ocurrió a un familiar o amigo. A pesar de los pesares, este afligido contexto de ningún modo tiene que ser motivo para desfallecer, sino para abrir la dimensión del diálogo sincero y el encuentro verdadero con la cultura del abrazo como culto perenne.
La protección hay que ponerla en práctica como jamás. Que nadie nos arrebate tampoco el derecho a la esperanza. Me refiero a la de Jesús, que es distinta a la mundana, infunde en el alma de cada cual, la certeza de que Dios conduce todo hacia el don, porque incluso hace salir del sepulcro la energía viviente y los acuerdos armónicos. Hacer memoria de este enigma central, donde el amor todo lo soporta y redime, conlleva también el compromiso de actualizarlo en el entorno concreto de nuestra existencia. Significa reconocer que la pasión de Cristo prosigue en los dramáticos acontecimientos que, por desgracia, todavía continúan mortificándonos hoy en día. Paz y bien, luego.