Sobre esclavos, hamacas y sueños

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Al llegar a la Quinta de San Pedro Alejandrino, cualquier desprevenido visitante podría representarse imágenes aparentemente contradictorias acerca del verdadero carácter del Libertador, Simón Bolívar; algo, por lo demás, nada sorprendente, pues el final de la vida de un hombre nacido en medio de contradicciones no tenía por qué ser diferente de lo vivido. De un lado, pues, se evidencia en aquel lugar que el caraqueño llegó a recuperarse de sus dolencias en un ingenio panelero movido por esclavos negros, que eran en su conjunto propiedad de un hacendado español recientemente afecto a la causa patriota. Cuestiones humanitarias aparte, e incluso de amistad o de simpatía personal, es sabido que Bolívar no confiaba demasiado en los peninsulares, por lo cual inicialmente chirría este, aunque in extremis, pedido de resguardo ante una posible tempestad de muerte.

No se puede pasar por alto el asunto de la esclavitud, que en ese 1830 se mantenía vigente en el país que terminaba de formarse. Diez años antes había empezado su abolición progresiva en la Gran Colombia, gracias a la inspiración bolivariana, y aún faltaban dos décadas más, al menos, para su prohibición definitiva en la que ya sería simplemente Colombia. De manera que, sumado a que la posición del enfermo no daba para más, el mismo ya había hecho lo factible, políticamente, para hacer cesar ese oprobio. Sin embargo, así como también se aprecia en la sobria Quinta de Bolívar, en Bogotá, el rasgo republicano (no necesariamente igualitarista) de su personalidad quizá atemperó lo anterior cuando mandó colgar su hamaca entre dos tamarindos que hoy siguen sembrados al frente de la casa principal de la hacienda, algo que no era sino un reflejo nostálgico de última hora.

Nostalgia por la gloria política perdida: el claroscuro clave de un patricio que nació en la abundancia y que había preferido la guerra contra el sistema colonial que se la garantizaba. Melancolía del general que perdió a la mujer eterna y que tuvo a todas las demás que quiso por entregas de ocasión. Añoranza del gobernante que se proclamó dictador para que los silenciados tuvieran al menos una voz, la suya. Recuerdos de un consagrado pragmático que creía en la unión de poderes e idiosincrasias apartadas, como quien niega ser versado en las cosas del mundo, siéndolo. Reminiscencias de aquel cuyo valor fue puesto a prueba mil veces, y que prevaleció aún en la derrota; y que, sin embargo, huyó asustado por una ventana de la furia de una patota de cobardes.

Es inevitable que con la grandeza de ánimo sobrevenga la contradicción como regla de conducta. Tal vez así pensaba Simón Rodríguez de su díscolo discípulo en 1832, cuando soñó con el lugar en que él había fallecido dos años antes; en el sueño, ese escenario estaba situado entre el mar y la montaña, y ambos extremos eran visibles a un tiempo. A García Márquez le pareció que, desde la cabecera de su lecho mortuorio, Bolívar pudo ver esa sierra, a lo mejor nevada, pero dudo de que lo hubiera podido hacer en realidad (lo impedía la destilería cañera); tampoco habría oído las olas del mar tocar la orilla de la playa, pues la más cercana no ha dejado de estar a varios kilómetros de allí.



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