El presidente y el escribidor

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Germán Vives Franco

Germán Vives Franco

Columna: Opinión

e-mail: vivesg@yahoo.com



El nauseabundo olor a fracaso mareó al escribidor incrédulo, quien tuvo que recostarse contra una columna para no caer al suelo.  Se sentó en una silla cercana apenas se lo permitieron las piernas y dejó rodar libremente sus pensamientos.  Sudaba profusamente y sentía una espada clavada en el corazón, aunque según su propia versión, era más bien un cuchillo clavado en la espalda.  Realmente se sentía muy mal, herido en su amor propio o como el título de una novela, esa si de un escritor verdadero, humillado y ofendido.

Se preguntaba insistentemente: ¿Qué salió mal?  ¿Qué hizo mal? ¿En qué había fallado? Quizás acostumbrado al éxito de su propia mediocridad, se había convencido a sí mismo de que una estupidez bien maquillada y atractivamente envuelta era necesariamente un manjar irresistible para la boca de las masas ignorantes.  No había entendido que su propio miedo, sus propias dudas y en parte su ingenuidad eran las causas del desastre.  

Cuando vio las multitudinarias marchas de la oposición, entró en pánico.  ¿Era acaso posible que después de haber ganado la elección, a los pocos meses los fieles hubieran abandonado a su dios? No que la traición fuera nueva, ya que siempre ha estado a la orden del día. Pero era una posibilidad difícil de digerir. Sus emociones desajustadas y su idolatría le jugaron una mala pasada, y decidió en solitario convocar una marcha de apoyo a su dios para hacer una demostración de apoyo popular. Armado de un pajarito, Twitter, y amparado por su propia vanidad, convocó la marcha para el 15 de noviembre.  Si, la fecha para conmemorar los cien días de gobierno y la ocasión para que las masas le juraran nuevamente fidelidad a su dios, y así poder vivir una luna de miel eterna.   

No llegaron. Pocos marcharon.  Y para desazón suya, no marcharon los rostros famélicos y hambrientos.  No hubo rebelión de las ratas ni siervos sin tierra.  El hambre no salió a marchar porque el nuevo gobierno lo convirtió en peste, aunque el escribidor aun no lo sabe.  Marcharon los nuevos dueños de la ubre, los que están viviendo sabroso con el sudor y la sangre ajena.  Las ratas no cayeron en la trampa porque finalmente entendieron por qué el queso es gratis. 

Ante la evidencia del fracaso, hizo lo que había hecho muchas veces: culpar a otros de sus fracasos.  Culpó a sus copartidarios de haberlo dejado solo, de no amar a su dios tanto como él, de haberlo traicionado y usado para después botarlo a la basura.  Si le pasó a Bolívar, al Libertador, ¿Por qué no le iba a suceder a Petro?  No hay gloria sin traición, y ese es el destino de los grandes hombres…se dijo a si mismo sin mucha convicción.  

Si solo pudieran entender…si pudieran ver más allá de sus narices.  Su desesperación era infinita porque a pesar de ser un escribidor, en su patética mediocridad entendía bien que era parte de una novela que se estaba escribiendo a sí misma, y que lo quisiera o no, él era uno de los personajes.  Solo que esta vez él no podía controlar la mano invisible que escribía caprichosamente lo que le venía en gana y controlaba los personajes y la narrativa a voluntad.  Apenas se estaba escribiendo el prólogo, y a pesar de querer ser héroe -¿acaso no había asumido con integridad el rol de Sancho Panza?- lo pintaban como villano.  

Había una posibilidad que lo aterraba más que todas, y era que en algún capítulo de la novela se concluyera que su dios nunca ganó en las urnas sino en los pasillos oscuros de ese limbo dantesco llamado Registraduría.  Por eso la marcha había sido un fracaso.  Los inexistentes, los nadies, los fantasmas no salen a marchar. 

Suspiró resignado.