La criminalidad no para

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Escrito por:

Joaquín Ceballos Angarita

Joaquín Ceballos Angarita

Columna: Opinión 

E-mail: j230540@outlook.com


En este mundo fluctuante, saturado de dilemas, donde en posturas extremas, oscila la humanidad, puede parecer necedad, inocuidad vana, quijotesca divagación estéril mencionar serios problemas. Pareciera mejor o por lo menos más cómodo asumir una posición mediática y dejar que estos resbalen en la cresta espumosa de la frivolidad colectiva, indiferente ante la realidad caótica en la que se debate la sociedad.

Como si se pudiera vivir mejor en el universo imaginario de la ficción utópica que en el suelo real que nos sostiene y hollamos. Como si fuera racional adoptar la táctica del Avestruz: introducir la cabeza en un hueco, dejando el resto del cuerpo afuera, para aislarse del espacio exterior. Percatarse, -en ese antagónico ámbito- entre lo que es concreto y lo que es banal, entre lo que lo que se palpa y lo que es ficticio, demanda el interés y más que mero interés es deber del gobernante y del ciudadano, para saber en qué lugar están. Ni aquel ni este pueden abstraerse de los hechos que laceran las fibras sensibles del cuerpo social. Hay que sensibilizar el vórtice trágico de corrupción y de sangre que arropa a la nación. No basta la lamentación fugaz ante los crímenes que crispan la conciencia ciudadana. Es menester reflexionar sobre la etiología de la descomposición moral. Indagar profundamente para descubrir la causa de ese atroz y desolador síndrome. 

Los centros penitenciarios donde intramuros pagan la condena los sentenciados a prisión están atiborrados, con sobre población y hacinamiento inhumano que crece exponencialmente. Esta situación indica el incremento de la criminalidad. Esta no para. Y jamás se detendrá, mientras persistan las causas de donde aflora.

  Y ¿quién estudia el origen de la criminalidad? Respecto de ella disímiles y sabias doctrinas han sido elaboradas en el curso de siglos a lo largo y ancho de la geografía universal. Saturadas de libros y tratados están las bibliotecas de la Universidades y de los jurisconsultos en los que eximios jurisperitos, psicólogos, antropólogos, sociólogos y criminalistas han vaciado sus teorías acerca del espinoso tema. No obstante ese acervo teórico, y la actividad que pretende combatirla, la criminalidad pulula. La corrupción galopa. Los pájaros les disparan a las escopetas. Los criminales redomados amenazan a los fiscales que deben formularles imputación de cargos y a los jueces que les imponen las condenas. Vemos como la tolerancia cómplice asimila la protesta civilizada y pacífica con el vandalismo criminal, el que depreda, tortura y asesina. Y, bajo el cielo de Colombia, se escuchan voces que promueven la amnistía y el indulto en favor de agentes de la destrucción, el delito y la muerte. Hay íncubos y súcubos -la famosa pareja criminal- que abogan por ese ominoso proyecto.  Tan aberrante situación revela la descomposición ética que gravita en el ambiente. En medio de la corrupción trabaja a sus anchas el delincuente. Se posesiona el delito en todas las modalidades. Así escuchamos diariamente por los medios la divulgación de horrendos crímenes que delatan la crisis de principios y de valores. Homicidios espeluznantes que tienen por víctimas niños, niñas, adolescentes, adultos de ambos sexos.  Son múltiples noticias estremecedoras como la que anunció la muerte del infante Maximiliano inmolado por las manos de la madre, la abuela y el padrastro. Es un crimen inverosímil. Racionalmente reviste inmensa dificultad creer que el poder fanático de una secta pueda superar el natural y sublime sentimiento de amor que una madre le dispensa a un hijo. Y que el instinto de brutal perversidad de esa progenitora sin entrañas arrastre hacia el crimen a una abuela, sucedánea del cariño maternal.  Ante tanta atrocidad: Reflexionar. Comprender que sólo una sociedad enferma, apartada de Dios, cae en la sima de la infamia.  



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