La muerte del estafeta

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Eduardo Barajas Sandoval

Eduardo Barajas Sandoval

Columna: Opinión

e-mail: eduardo.barajas@urosario.edu.co



Como en carrera interminable de relevos, los gobernantes son estafetas que llevan la posta del poder apenas por un trecho. Tarde o temprano su turno termina, así sea con la muerte. Después cada quien se sumerge en mayor o menor grado en el olvido, sin perjuicio de que aparezca una que otra muestra de gratitud o de menosprecio.

A diferencia de otros mortales, que de pronto se pueden refugiar en el aquí y el ahora para defenderse de los embates del destino, los gobernantes deben pensar en la trayectoria de todo un pueblo y obrar con buen criterio atrapados entre el pasado y el porvenir. Precisamente su gracia, su éxito o su fracaso, dependen del acierto con el que interpreten las lecciones de la historia y sean capaces de prever el futuro. Sus decisiones no han de resolver solamente problemas del momento, sino que deben ser concebidas con una lectura del tiempo hacia adelante, en ejercicio de un juego a la vez peligroso e inevitable. Una vez que se van, todo queda por cuenta de otros.

La Rusia de las dos últimas décadas del Siglo XX vivió un proceso de transformaciones que todavía no han tenido suficiente explicación y aún afectan sensibilidades profundas en ese país y en el resto del mundo. Al interior, porque damnificados y beneficiarios de los cambios de esa época no terminan de acomodarse a un modelo político que sigue en proceso de invención. 


Transcurridas dos décadas del Siglo XXI parecería más fácil apreciar el conjunto de los factores que llevaron al colapso de una de las dos grandes superpotencias protagonistas de la Guerra Fría y comprender las dificultades propias de la necesidad de darle forma a una nueva Rusia y hallar el tono más adecuado de su inserción en un nuevo orden mundial. Esto último sometido ahora a las complejidades derivadas de la inesperada agresión rusa a Ucrania.

Los ecos de las voces, amigas o enemigas del nonagenario, que resuenan con motivo de su partida, y los interrogantes de generaciones que no vivieron la época de su paso meteórico por el poder, forman parte del ritual que desata la muerte de personajes trascendentales. Liturgia que incluye cuentas y explicaciones basadas en el conocimiento de hechos y procesos que en vida del protagonista todavía no se habían presentado ni presentido. Por lo cual puede resultar injusto tanto culparlo como aplaudirlo, porque los protagonistas de los hechos históricos no son dueños del espectro completo de las consecuencias de sus actos.

Resulta en cambio inevitable que en estos días vuelvan a resonar consideraciones formuladas en su momento por el propio Gorbachov, quien en nombre de Rusia reclamó a tiempo una alianza constructiva con poderes occidentales cuyos líderes alcanzaron a proclamar la dicha de poderse entender con ese líder del campo contrario, para después cerrar la ventana de oportunidad de establecer una relación digna para todas las partes, que es una de las causas del asalto a Ucrania.

Bueno es recordar que, en medio de su apertura y su gentileza, Gorbachov no dejó nunca de ser el representante de un país cuyas características de fondo no han cambiado. Un país de proporciones mayores, que gracias a la revolución pudo abolir la servidumbre, institución ajena a la tradición occidental, aún en los países más desiguales, con una vocación y una tradición imperiales intactas, como ahora, con la pretensión de estar siempre a la vanguardia del mundo eslavo y la aspiración manifiesta de ser cabeza de la ortodoxia cristiana y convertirse en la “Tercera Roma”.

Con su muerte aparece una nueva edición del mito de los transformadores, que acarrea las correspondientes disputas sobre el carácter incompleto de su obra y lo acertado de sus conjeturas y de sus actos. Al tiempo que, en virtud de la misma controversia, resaltan sus condiciones de personaje trascendental por su ánimo ostensible e irrefrenable de interpretar las cosas de una manera diferente y obrar como maestro supremo de una apertura hacia nuevas dimensiones de la libertad, con rigor, coherencia, seriedad y profundidad que permiten considerarlo como protagonista principal de un tramo importante de la historia del mundo.

Es posible que la figura histórica de Mijaíl Gorbachov siga por un tiempo eclipsada en Rusia por el artificio eufórico de un líder que lleva veinte años en el poder y seguramente aspira a continuar con la posta por otro tanto, con enseñas parecidas a las de los peores jefes autoritarios, como la Z de los tanques que han llevado de nuevo la guerra a Europa. Pero eso no quita el valor enorme del paso de Gorbachov por la cúspide del poder de una superpotencia a cuyo sistema burocrático y su régimen de libertades logró introducir modificaciones trascendentales.

En memoria de ese gran protagonista de la apertura hacia una nueva versión del mundo ruso, vale la pena recordar unas líneas que el sabio poeta mexicano Hugo Gutiérrez Vega, conocedor de la especie inextinguible de los que habitan en los recintos del poder, puso en boca de un déspota del Peloponeso: “Estoy seguro de que nadie me recordará, y esto significa que fui un Déspota eficiente, un político que cubrió su trecho de viaje y entregó la estafeta en buenas condiciones.”

Buenas condiciones para el tránsito hacia una democracia y una integración al mundo cuyas características dependerían de aquello que hicieran o dejaran de hacer quienes tomaron el mando después de su retiro, y de quienes estuvieran dispuestos a abrir o cerrar el paso a la integración de Rusia en el mundo de una u otra manera. Frente a lo cual resulta a la vez inocuo y pernicioso caer en la equivocación de condenar a Gorbachov por haber hecho o dejado de hacer algo, bueno o malo, a la luz de nuestros días.



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