Nuevo síndrome de Estocolmo (II)

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Eduardo Barajas Sandoval

Eduardo Barajas Sandoval

Columna: Opinión

e-mail: eduardo.barajas@urosario.edu.co



Suecia comenzó a aceptar inmigrantes de otros países nórdicos a raíz de la Segunda Guerra Mundial. Luego aceptó personas procedentes del Irán afectado por la revolución islámica, chilenos huyendo de la dictadura y refugiados de las guerras yugoslavas, entre otros. Hasta que llegó el momento en que se advirtió que el país no podría seguir recibiendo gente al ritmo de las nuevas oleadas migratorias que golpean a la puerta de Europa, sin que ello llegase a desequilibrar un sistema de bienestar diseñado para un proceso histórico diferente. Esa fue la coyuntura en la que apareció el partido de los Demócratas Suecos como catalizador del descontento y protagonista de propuestas de corte populista que plantean un remezón a las tradiciones políticas imperantes hasta ahora.

La marca nacionalista del partido de los Demócratas Suecos tiene raíces en el fascismo. Anders Klarström, uno de sus primeros jefes, estuvo vinculado a los neo nazis, y el recuerdo de esa afiliación perdura, así el partido haya denunciado expresamente el nazismo en un intento por mejorar su imagen. La oposición a la presencia islámica y de inmigrantes sigue siendo su distintivo. Y al paso de esas interpretaciones del presente y del futuro ha ido ganando adeptos, “en representación de la gente ordinaria”, con el poderoso lema, típicamente populista, de “nosotros decimos lo que usted piensa”.

Los Demócratas Suecos plantean una posición discriminatoria inaceptable en una sociedad democrática. Acusan a los extranjeros de ser responsables de nuevos brotes de violencia, aunque ello no se haya podido comprobar. Rechazan la inmigración porque pone en juego la subsistencia del Estado de Bienestar que, según ellos, no se debe extender inmerecidamente a “personas que provienen de la cultura de la pereza”. Y rechazan la presencia en Escandinavia de costumbres y valores islámicos inspirados en la aplicación de la Sharia, esto es la ley islámica, que se puede inmiscuir en todos los aspectos de la vida cotidiana de los creyentes.

La discusión así planteada sobre los migrantes pone en juego el contenido y los alcances de los valores tradicionales de una sociedad democrática dispuesta a comprender a otros pueblos y a recibir en su seno personas de toda procedencia. Tarea difícil, que exige hacer compatible ese espíritu con las necesidades propias de un país de proporciones demográficas modestas, que envejece sin renovación propia, y cuya capacidad de provisión de bienestar resulta limitada.

Los partidos que han mostrado compromiso con el estado de bienestar, y en particular el socialdemócrata, con o sin Magdalena a la cabeza, deben saber que su respuesta a la presión del proyecto radical populista marcará el destino de Suecia. También serán útiles, más allá de las fronteras, las lecciones de adaptación de la socialdemocracia a los requerimientos propios de una era de primacía del sector financiero y de exigencias de suprema racionalización de costos y eficiencia del Estado de Bienestar.

El síndrome de Estocolmo, Siglo XXI, mal puede ser el de una sociedad sometida en su ánimo a la lógica de la discriminación y la xenofobia. Por el contrario debería ser el de una sociedad democrática y vigorosa, capaz de reivindicar los valores en los que ha creído y que han demostrado ser, hasta ahora, una de las mejores fórmulas para producir riqueza en un ambiente de libertades con profundo y sólido compromiso social. Ahí está el verdadero reto de quien ahora llegue al gobierno de Suecia, que puede seguir siendo ejemplo deseable en Europa y otras partes del mundo.


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