Estados Unidos escribió una de las portadas más negras del libro de su intervención permanente en América Latina, como lo había hecho con Pinochet, con Trujillo, con Videla y con tantos regímenes militares a los que auspició; y Manuel Antonio Noriega, se encargó de llenar sus páginas con la tinta indeleble de sus traiciones, sobornos y chantajes, de los que no se libraron ni el cartel de Medellín, ni los sandinistas, ni sus amigos del régimen cubano, en un sórdido legado, que Panamá quiere olvidar, pero que está ahí ,como cadáver insepulto, cada vez más visible y maloliente en la medida en que el ex hombre fuerte, tras purgar sus penas en el extranjero, se apresta a regresar a su país. Como inútilmente lo intentaron sus abogados que lo hiciera, ante el Tribunal de Apelación de París- que lo condenó por el lavado de 2.3 millones de dólares, pertenecientes a los narcotraficantes colombianos-, argumentando que las penas por homicidio que lo esperan en su país, tenían más peso legal que los reclamados por los tribunales galos. Noriega, como Osama Bin Laden, fue alistado para la inteligencia de la CIA en los años 50, hasta cuando sirvió a sus intereses y su estrecha relación con la mafia de la droga colombiana resultó inocultable.
La justicia panameña hoy lo espera con sentencias de 60 años, -por la muerte del médico y opositor Hugo Spadafora, entre otros-, en un escenario jurídico que se avizora muy favorable, dada su avanzada edad y en particular por la eventual aplicación en su caso de principios universales del Derecho Penal que tienen que ver con la favorabilidad de las penas y muy probablemente con la prescripción de las mismas. Lo cierto es que hoy, en su país y en algunos del continente, prefieren olvidar, o al menos desatenderse de la suerte inmediata del protagonista de esa terrible novela. Comenzando por su propio gobierno.