Lo público debe y tiene que ser ejemplar

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Escrito por:

Saúl Herrera Henríquez

Saúl Herrera Henríquez

Columna: Opinión

e-mail: saulherrera.h@gmail.com



Se ha dicho siempre que una sociedad descansa en el ejemplar civismo de quienes la conforman. En el deber ser que configura costumbres y que, en la sociedad de hoy es escasa por no decir que brilla por su ausencia.
Impone ello, involucrarse en la cultura, rechazar toda costumbre indeseable y crear un nuevo todo de costumbres cívicas como una oferta válida de sentido individual y colectivo. Hay vidas ejemplares que bien moverían el entusiasmo, la integración social y entender que la ejemplaridad sugiere un agregado de responsabilidad moral extrajurídica exigible a todos por igual, pero especialmente a quien funge cargos financiados por el erario. Se trata de una exigencia de decencia y de honestidad más allá del cumplimiento normativo.

No se puede en este derrotero consentir mezquindad ni cortoplacismo en la política, tampoco la codicia por el dinero ni un puritanismo que ausculta prolijo al prójimo como catones de oficio que pululan en las redes sociales. Convivir civilizadamente entraña poner límites a nuestras libertades a través de la emancipación moral. Una cosa es ampliar la esfera de la libertad y otra el uso cívico, virtuoso, responsable y social de esa libertad.

Quienes manejan la cosa pública no son, se dice popularmente y es la percepción generalizada, ningunas peritas en dulce; de ahí que competa a todos como ciudadanos, exigir ejemplaridad que no ejemplos, como ideal de dignidad, pues son distintos ejemplo y ejemplaridad. Ejemplo, nos refiere la persona o cosa digna de ser imitada por sus buenas cualidades; también frase, acción u objeto que se usa para explicar, ilustrar o aclarar una cosa; ejemplaridad en tanto, nos indica el carácter o cualidad de ejemplar que posee alguien o algo por ser modélico o por servir de escarmiento.

Cuando las personas ejemplares demuestran que es posible la virtud, se pone en entredicho la barbarie. Hay y ha habido siempre políticos que son ejemplos sin ejemplaridad, ligados al entretenimiento y lo banal, que no a ser referentes, símbolos de una ciudadanía responsable, perdiendo la oportunidad de ejercer su influencia para anclar costumbres virtuosas.

En esto hay que ser optimista, más por cuanto ello ha funcionado siempre como un principio rector en la moralidad de personas y pueblos, y ha sido infortunadamente olvidado, por no decir que desechado. Hay que asumir tan edificante proceso, no como un camino lineal sin regresiones, sino como un ideal civilizador de primer orden, en el que la educación tenga la doble función de formar y preparar profesionalmente a los jóvenes y crear ciudadanos conscientes de su dignidad.


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