El analfabeto del siglo veintiuno es un peligro existencial para las democracias

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Escrito por:

Germán Vives Franco

Germán Vives Franco

Columna: Opinión

e-mail: vivesg@yahoo.com



Los últimos hechos políticos alrededor del todo el mundo nos crean la sensación de que el mundo se volvió loco.
Por donde se mire, hay revueltas, protestas, violencia, marchas, a punto tal que muchos países parecen ingobernables y sumidos en el caos. Las sociedades están divididas, incluso aquellas que aún no han caído en el caos.
Una de las causas de este estado de cosas es el nuevo analfabetismo, lo que llamaré el analfabeto del siglo 21. Para hacer un poco de historia, cuando se pensaba en el voto universal, siempre surgía el obstáculo del analfabetismo, pensando que alguien que no sabía leer ni escribir no estaba en condiciones de votar inteligentemente. El problema se resolvió gracias a los programas de alfabetización que llevaron el analfabetismo a niveles marginales.
Hoy, el equivalente, es el ciudadano consumidor de redes sociales, que participa en el mundo virtual sin tener los elementos para discernir y hacer una valoración prudente de lo que lee o escucha. No tardó mucho en que algunos gobiernos utilizaran esta situación, y aprovecharan los medios para manipular a las personas. Construyeron sobre lo que ya hacían las empresas, que podían individualizar el mensaje para cada consumidor. La capacidad analítica le dio tanto a gobiernos como a empresas el poder de microsegmentar la población a punto tal de llegar a manipularla. Obviamente, desde el punto de vista político las sociedades más vulnerables son las democráticas por el respeto al ciudadano y a la libre expresión.
La intervención rusa en muchos procesos electorales utilizando las redes sociales es conocida y de vieja data, aunque solo saltó a la palestra cuando ganó Trump y el Brexit. Antes habíamos experimentado algo de esto en la Primavera Árabe. Mucho de lo que está sucediendo en Colombia es producto de esta manipulación, aunque no sabemos quién está detrás.
El tema de cómo proteger las democracias y evitar la manipulación ha cobrado mucha relevancia. Recientemente Twitter anunció que no permitirá propaganda política, aunque sí que la gente común exprese opiniones. Facebook se apartó radicalmente y dijo que no hará nada, incluso si lo publicado cae en la esfera de noticias falsas, alegando el derecho a la libertad de expresión. Twitter reconoció el poder de su herramienta para manipular. En algún momento vendrán leyes para regular estos medios, pero también hay que reducir el analfabetismo del siglo 21.
Claro está que mentes suspicaces han señalado que la prohibición de Twitter tiene nombre propio y tiene por objeto detener la reelección de Trump, sin duda la persona más influyente de Twitter, y quien tiene en su haber la base de datos de votantes más completa de los Estados Unidos. Las intenciones de Twitter no son claras.
Parte menor de la amenaza son las noticias falsas. La parte más preocupante es que con big data y la capacidad analítica, la información recolectada sobre cada persona es abundante y permite trazar con bastante exactitud el perfil de cada persona, y servirle mensajes personalizados según los propósitos perseguidos. La desaparecida Cambridge Analytica fue la pionera de esta modalidad, y al momento de desaparecer se descubrió que estaba tratando de influenciar más de 200 procesos electorales por todo el mundo.
Parte también del problema es que los gobiernos han sido lentos en responder a las nuevas amenazas y proteger a sus sociedades. Carecen de las herramientas necesarias para contrarrestar las campañas de desinformación y por esto son impotentes ante las múltiples protestas y revueltas sociales que se suceden una tras otra con una rapidez que colocan en jaque la gobernabilidad.
Los gobiernos, sobre todo los democráticos, deben prontamente invertir en capacidad cibernética para enfrentar la nueva guerra. Es un tema de seguridad nacional mucho más importante que aviones y tanques de guerra. La nueva amenaza persigue destruir las sociedades desde dentro, desestabilizándolas. También tendrán que regular a pesar de las voces en contra. La libre expresión no es un derecho absoluto.