La noticia me quebrantó. Desde el momento mismo que me imaginé lo que Santos le anunciaría al país, he derramado lágrimas sin poder contenerlas cada vez que pienso en el asunto.
Caí en cuenta de que lloraba por todos los muertos de la violencia política en Colombia, por un país que tercamente se ha desangrado en guerras fratricidas desde antes de la Guerra de los mil días de finales del siglo XIX. Lloraba porque caí en cuenta que la generación de mis padres no conoció un solo día de paz, y porque siempre pensé que a mi generación le iba a suceder lo mismo.
Lágrimas de esperanza, anhelando que se pueda poner final al último capítulo importante de la violencia política en Colombia. Por más de un siglo la violencia política se caracterizó porque cada vez que se cerraba un capítulo se abría otro peor, con los mismos actores, pero bajo distintas banderas o postulados ideológicos. Una metamorfosis aterradora que ha dejado miles, tal vez millones, de muertos y que ha impedido que el país alcance su verdadero potencial.
Sé que como yo, muchos colombianos han llorado por razones parecidas y porque por primera vez podemos soñar con enfocarnos en construir un mejor futuro y una mejor sociedad para todos; y es que la realidad de la guerra nos roba los sueños y nos vuelve indolentes. El corazón se vuelve de piedra.
Escéptico porque aún no me he leído todavía las 297 páginas del acuerdo y solo he leído el comunicado conjunto, que creo sintetiza el espíritu del acuerdo. Sin embargo me aferro a la esperanza, y si lo dicho en el comunicado es corroborado por el texto total del acuerdo, no veo cómo votar no.
Parece ser que uno de los puntos que causa división entre la opinión pública, a juzgar por la primeras reacciones que han trascendido, es la posibilidad de participación política de las Farc. Quizás sin entender que de todos los puntos a negociar este era el más fundamental de todos porque precisamente les estamos pidiendo a las Farc que cambiaran las armas por votos, y lo segundo no es posible sin participación política.
Hay que crear un escenario para que las Farc puedan exponer sus ideas. Colombia está muy lejos, quizás generaciones, de siquiera considerar un presidente de izquierda radical. De hecho esa posibilidad se aleja cada vez más en América Latina en donde las izquierdas, radicales o moderadas, han fracasado en la conducción del destino de sus naciones.
Por esto creo que no hay que tenerle miedo a que las Farc participen en política, y de hecho puede que hagan aportes valiosos. Es de pensar, que ya reinsertados en la vida civil, y más conectados con las realidades globales actuales, muchas de sus posiciones evolucionen.
Para el momento que aparezca esta columna, seguramente Centro Democrático habrá expresado su posición. Por lo menos en papel, el escenario catastrófico que le pintaban al país no se ve por ningún lado. Fue alentador ver la reacción de Uribe, que a diferencia de las reacciones disparatas e histéricas de algunos de sus alfiles, con mucha mesura dijo que había que estudiar el acuerdo para después si tomar una posición. Obviamente que las lecturas siempre serán sesgadas, y es posible en que Uribe persista en su posición de no darle ni el saludo a Santos. Ojalá prevalezca la cordura y que las críticas que puedan hacerse al acuerdo sean constructivas y mesuradas y no otra avalancha de sectarismo y odio vitriólico.
El momento exige grandeza de espíritu y la única pregunta que hay que responder, incluso el Centro Democrático, es si el acuerdo, con sus defectos y virtudes, es un camino mejor y más expedito que la guerra para que Colombia logre ser una sociedad en donde todos quepamos y todos tengamos la oportunidad para alcanzar nuestro potencial humano. Esta es la pregunta.