Bajo la sombrilla china

Editorial
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No se puede negar que la República Popular China ha marcado en las últimas semanas puntos muy importantes en la competencia abierta de la acción diplomática.

Puntos que antes habían sido privilegio exclusivo de las potencias europeas y americana, que consiguieron diseñar un sistema de instituciones internacionales a la medida de sus intereses, del cual resultaba imposible excluir a Rusia al terminar la Guerra que había ayudado a ganar, y al que tuvieron que incorporar más tarde a la China comunista, en lugar de insistir en la insostenible representatividad de Taiwán. 

En el incidente de los globos que sobrevolaron el continente americano, contra toda previsión, y después del alboroto que ellos mismos armaron, los Estados Unidos terminaron, en un acto plausible de honestidad, por reconocer que no se trataba de los terroríficos artefactos sobre cuya presencia habían advertido. Con lo cual no alcanzaron a borrar su ligereza, mientras China salió airosa con su explicación original y quedó con la aureola de quien ha sido ofendido sin fundamento. 

Vino luego una propuesta de paz para el conflicto que desató Rusia al invadir a Ucrania, al viejo y grosero modo de tiempos que se creían superados. Propuesta que solamente se puede atrever a plantear alguien con peso, criterio y credibilidad suficientes, para no resultar como los payasos que, desde otros rincones, añaden un codo a su estatura política y pretenden figurar en el escenario como líderes de una talla que no tienen. 

Finalmente, bajo la paciente acogida e iniciativa de los chinos, aunque no arrancaron de cero, Irán y Arabia Saudita, representantes respectivos de las dos grandes ramas del islam, y protagonistas de un enfrentamiento abierto en el convulsionado espacio del Oriente Medio, terminaron por restablecer sus relaciones diplomáticas. 

Al cumplirse el primer año de la invasión rusa de Ucrania, China propuso un alto al fuego y el inicio de negociaciones en busca de una solución política, porque “no se puede hablar de vencedores en un conflicto bélico”. Para el efecto planteó doce puntos, sobre la base de que es preciso respetar la soberanía y la integridad de todos los países, y que “una guerra nuclear no debe darse y nunca puede ganarse”. 

No faltará quien piense que la propuesta china pierde peso y no es totalmente neutral, en virtud de la cercanía que implica el haber hablado de una “amistad sin límites” con Rusia, y señalado a los Estados Unidos como responsables de contribuir al conflicto por no haber tenido en cuenta las preocupaciones de seguridad de los rusos. Pero eso no quita que China tenga razón al realzar la importancia del diálogo como mecanismo de solución de cualquier conflicto. 

Sin perjuicio del destino de la propuesta, que puede perder “momentum” y quedar relegada al anecdotario de los esfuerzos fallidos por la paz, subsisten las sugerencias presentadas, como la invitación a abandonar la mentalidad de la Guerra Fría, la insistencia en que la seguridad de ningún país no puede verse comprometida por los intereses de otro, la advertencia de que las sanciones económicas son otra forma de beligerancia, y el llamado de atención sobre el hecho de que el fortalecimiento del poderío militar sirve para construir una seguridad peligrosa. Argumentos todos que quedan flotando en el ambiente y le dan a China prestancia en el orden discursivo, sin perjuicio de que las partes directamente involucradas le pongan o no atención completa. Es el prestigio del buen juicio que se espera de los líderes, que terminan por despertar respeto por parte de amigos y enemigos. 

En cuanto al restablecimiento de las relaciones entre Irán y Arabia Saudita, no cabe duda de que conviene a la distensión del Oriente Medio, y ese es al mismo tiempo un éxito que aumenta la prestancia de China, y su entrada como potencia con capacidad de influencia en esa compleja región del mundo. Además de contribuir, por ejemplo, al desbloqueo del conflicto de Yemen, e influir positivamente en la situación en Irak, los mismo que en Bahrein y el Líbano, además de abrir nuevas avenidas para los intereses chinos en materia de disponibilidad de combustibles por parte nada menos que de dos superpotencias de la producción petrolera. 

Todo esto se presenta, claro está, dentro del espectro de una competencia entre China y los Estados Unidos, que a la vuelta de cada esquina tienen que superar inconvenientes procedentes de su propia torpeza. 

La sombrilla de China, para producir resultados de impacto internacional, se hace cada día más relevante. Para ello le sirve el hecho de que puede respaldar sus propuestas y sus acciones en lo político, lo económico y lo militar.  

Lo anterior tiene que ser preocupante para los Estados Unidos, donde el ambiente de una sociedad abierta hace todo más difícil. Algo que se nota demasiado cuando precandidatos como Ron DeSantis irrumpen en el escenario con demostraciones preocupantes de desconocimiento de la dimensión internacional del eventual ejercicio de la presidencia de una potencia que, de ninguna manera, ha dejado de ser relevante en todos los tableros, y que exige responsabilidades que hay que ejercer de manera adecuada, para no propiciar de aquí a mañana un descalabro equivalente al de la Unión Soviética en las postrimerías del pasado milenio.



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