Con los cristianos de Oriente

Editorial
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En Oriente el mundo cristiano no presenta el espectáculo de alianzas sistemáticas de las jerarquías con el poder político. Con excepción del paréntesis de la era bizantina, los cristianos de oriente, reunidos en el hogar común de iglesias discretas, han vivido una vida reservada, en convivencia con practicantes del judaísmo y del islam.

A lo largo de los dos mil años, allí en el Medio Oriente, de donde es originario el cristianismo, han vivido comunidades de esa fe, primero como una secta, algunas encumbradas una vez a nivel imperial, y la mayor parte del tiempo sobreviviendo los avatares de una historia convulsionada no solo por disputas que han obedecido a problemas de vecindario, sino por las incursiones acometidas desde Europa, y más acá, cuando alguien se ha auto atribuido la tarea de poner orden en la región.

En lugares bíblicos, como Nínive, los cristianos conocieron de primera mano la presencia y la importancia de la tradición judía, y luego presenciaron la irrupción del islam. Con judíos y musulmanes aprendieron a vivir y a tolerarse. Y esa tolerancia, a pesar de altibajos, llegó hasta hace poco. Los musulmanes son para ellos, antes que militantes de una guerra santa, otros miembros de la familia de Abraham, nacido en el Irak de hoy, con los que han tenido oportunidad de compartir poesía y reflexiones profundas sobre el destino de la humanidad.
Lo anterior no ha podido evitar que en infortunadas coyunturas, inevitables a lo largo de una historia de veinte siglos, y al ritmo de decisiones políticas, disputas por el poder y brotes de fanatismo inculcado por jefes irresponsables, numerosos cristianos hayan resultado sacrificados, como lo han sido judíos y creyentes del islam.

Cristianos asirios de oriente, católicos caldeos, sirios católicos y ortodoxos griegos, cristianos armenios de diferentes denominaciones, y protestantes herederos de tradiciones europeas, forman hoy todavía una comunidad cristiana asentada en diferentes lugares de Irak, afectada por el proceso violento de destrucción física y anímica desatado con motivo de la acción occidental en contra del régimen de Sadam Hussein. En medio de ese clima, que obligó a cada quién a luchar por su supervivencia, la comunidad cristiana se ha visto diezmada y sus ilusiones de vivir en el país se ven amenazadas no solamente por la hostilidad de algunos sectores del islam, sembrada por el “Estado Islámico” contra la milenaria corriente histórica de convivencia y además en medio de las disputas no menos violentas entre chiitas y sunnitas, que divide a fondo al mundo musulmán.

Así como el golpe occidental destruyó puentes sobre el río Tigris y numerosos monumentos y tesoros arqueológicos que eran patrimonio de la humanidad, desató la furia de una venganza cuyas consecuencias aún resuenan no solo en Bagdad sino en todo el país. Con el aditamento de no haber sido nadie, y mucho menos los invasores, capaz de proponer y establecer una institucionalidad adecuada a las características y tradición histórica de esa sociedad. Hasta que el “Estado Islámico” vino a completar, desde dentro, el cuadro de una dramática destrucción.

Ese es el contexto que, aparte de celebraciones religiosas, confiere importancia a la presencia del Papa Francisco en Irak. El mundo puede ver ahora con mayor distancia en el tiempo, gracias a la publicitada presencia del jefe de la iglesia católica, las consecuencias de decisiones impulsivas, cargadas de animosidad, vengatividad e ignorancia, que con la apelación a la mentira y al uso indiscriminado de la fuerza terminan por destruir entre muchas otras cosas procesos históricos de alto valor cultural y espiritual.

La visita del Papa, cargada de humildad ejemplar, al nonagenario Gran Ayatola Alí al-Sistani, jefe espiritual de los musulmanes chiitas de Irak, en su casa de la ciudad sagrada de Naiaf, tiene señalado valor simbólico dentro de un cuadro de desencuentro protagonizado por los líderes políticos de todas partes, a quienes les asiste solamente el ánimo de sacar provecho de sus fortalezas, y de las debilidades ajenas, para desatar siempre que se pueda procesos de destrucción.

Ojalá, por una vez, se escuchara el llamado del Ayatola y el Papa, consideraciones aparte de pertenencia religiosa, que corresponden al fuero interno de cada quién, como representantes de comunidades otrora acostumbradas a convivir, para que el liderazgo político y la acción de las comunidades correspondientes pongan fin a un proceso violento importado de sociedades lejanas que jamás responderán por los daños causados y que no se sienten comprometidas en la reconstrucción y mucho menos en la reparación.


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