Un buen consejo de Montaigne

Editorial
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En lugar de prestar atención a las peripecias erráticas de un empresario que se aventuró en los laberintos de la vida política, como si valiera la pena seguir la secuencia contradictoria de sus trinos, ahora silenciados por un poder privado que se yergue por encima de los poderes públicos, puede resultar reconfortante evocar la memoria de un estadista que cumplió con todos los requisitos de su época, con cultura memorable y elevado sentido estético.  

François Mitterrand, quien murió por estos días hace un cuarto de siglo, dejó la presidencia de Francia en 1995, luego de catorce años de ejercicio y de haber cumplido el sueño de longevidad en el mando que concibió el General De Gaulle en el diseño institucional de la Quinta República Francesa, bajo la forma de un presidencialismo que le permitiría al jefe del Estado entrar en la refriega política o elevarse por encima del bien y del mal. 

El “Proyecto Socialista para los años 80”, fruto de prolongada discusión al interior de la izquierda democrática y plasmado magistralmente por Jean-Pierre Chevènement en un documento legible para todos los públicos, contenía las credenciales suficientes para que, lejos de simples emociones y agitación de valores primarios y vulgares, los electores votaran con una dosis adecuada de racionalidad y compromiso. Esquema muy distinto del de una promoción vociferante de slogans concebidos a la hora de la afeitada y orientados, con ayuda de algoritmos de propaganda, en la dirección de conferir poder a un personaje que en la campaña presidencial de los Estados Unidos propuso hace cuatro años recuperar una grandeza ilusa y gaseosa.  

Mucho se ha discutido sobre la trascendencia, los éxitos y las falencias de la era de Mitterrand en Francia. A lo largo de su presidencia el centro derecha triunfó dos veces en las elecciones legislativas y forzó la “cohabitación” de un presidente socialista y un primer ministro proveniente de la oposición. Aunque, eso sí, los electores le confirieron al presidente dos periodos de siete años, que le permitieron convertirse en símbolo de la nación, orientador supremo del Estado, constructor de la Unión Europea, y figura internacional de primer orden, todo con base en su calidad de hombre público, amado u odiado, pero siempre respetado por su talante republicano a toda prueba. Nada qué comparar con el presidente que sale del poder en Washington después de revolotear por el espacio político de manera insegura, como mariposa pesada y carente de gracia.  

A partir de su solidez conceptual, el expresidente francés fue maestro de una escuela que le dio a su nación al menos una generación de personalidades que, desde la izquierda democrática, han jugado papel importante en el proceso histórico contemporáneo, no solo desde la política y la economía sino a través del ejercicio de un liderazgo intelectual que resulta con frecuencia más importante y trascendental que el ejercicio de cargos públicos. 

A la manera de los gobernantes trascendentales, y con su dosis de interés en pasar a la inmortalidad, Mitterrand dejó en la capital francesa la huella de obras monumentales, como el Arca-arco de La Defensa, que como gigantesca puerta transparente hace juego en la distancia con el Arco de Triunfo e invita a soñar con una proyección infinita, la pirámide que con gesto faraónico irrumpe con cristales en el patio del Louvre, la ópera de La Bastilla, el nuevo Ministerio de Finanzas, y la Biblioteca Nacional que, con edificios en forma de libros abiertos y puestos verticalmente sobre una explanada, se convierte en monumento a la tradición de la lectura como fundamento de solidez cultural.   

Una antigua tradición, atribuida a Montaigne, aconseja a los ciudadanos que enriquezcan su juicio político mediante la comparación de personajes de diferentes lugares, inclusive ajenos a la historia propia. En esa lógica, cuando las miradas del mundo se dirigen hoy hacia los Estados Unidos, en lugar del faro que, con sus instituciones y la voluntad de personajes legendarios alcanzó a irradiar desde allí luces de inspiración democrática, advierten el impacto que puede tener una figura cargada de histrionismo, de escaso vocabulario y precariedad cultural, en el destino de una gran nación, que merece cuanto antes retornar al rumbo de su mejor trayectoria.  

El hecho de que el extravagante personaje, a pocos días de terminar su mandato, haya sido “silenciado” de manera expedita por los dueños de la agencia mundial de trinos, antes que por los encargados institucionalmente de separarlo del poder, debido a sus actos recientes, denota la profundidad de la crisis que se ha suscitado en torno a su figura, que de pronto no es más que síntoma de males todavía más profundos. Razón para que todos aquellos que hacen gala de su adoración por el liderazgo de Washington miren también en otras direcciones y se valgan de otros ejemplos para ilustrar su criterio.



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