En la mañana del 21 de agosto, en su apartamento de Bogotá, murió el diplomático magdalenense Enrique Arrieta Lara.
A sus 102 años, rodeado de sus hijos y de sus nietos, suspiró por última vez el hijo ilustre de Santa Ana que cambió la historia de la Cancillería Colombiana con su trabajo abnegado y vocación de servicio por su patria.
Enrique salió de su pueblo natal siendo muy joven, en busca del porvenir que él no veía en su terruño, al que quiso con el alma y por el cual trabajó toda su vida. Su camino profesional empezó en el exterior, donde se vinculó con la Cancillería como cónsul de Colombia en Las Antillas Holandesas.
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Su carrera continuó en Venezuela, Brasil, Ecuador, El Vaticano y Japón, y terminó en Trinidad y Tobago. En estos países representó a su país como cónsul, ministro plenipotenciario y embajador, siempre dejando en alto el nombre de su país, y de su pueblo.
En Colombia fue habitante habitual del Palacio de San Carlos, donde llegó a ocupar el cargo desecretario general de la Cancillería. Sus pares y subalternos en el Ministerio de Relaciones Exteriores siempre reconocieron su grandiosa calidad humana y su magnífico profesionalismo. Se ha murmurado en los pasillos del Palacio de San Carlos que Enrique ha sido el mejor funcionario que ha tenido la diplomacia colombiana.
Enrique se hizo solo, sin palanca ni recomendación, y ese ha sido el gran ejemplo del que su familia vive orgullosa. Enrique fue su faro guía, del que todos se confiaban para seguir el camino de la honestidad, del trabajo duro y de la preparación intelectual. Enrique era un cuásar que emanaba amor incondicional, siendo el motor que impulsaba el progreso de sus seres queridos.
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Con la satisfacción del deber cumplido, y con la infinita admiración de todos los que tuvieron el privilegio de compartir su vida, Enrique, como el cohete volador, debido a su propio ardor, se ha levantado del suelo, para coronar con su esplendor las puertas del cielo.