Leer las antiguas columnas cinematográficas de García Márquez, compiladas en el tomo “Entre Cachacos” de su obra periodística, resulta un ejercicio algo estéril aunque de un ineludible regusto a nostalgia cuando no se tiene la posibilidad de visualizar las mismas películas que allí reseñó, particularmente las que granjearon sus mayores elogios, para emitir nuestra propia opinión sobre éstas. Por ello, es simplemente espectacular la oportunidad que se nos presenta ahora con “El Salario del Miedo”, historia dirigida por Henri-Georges Clouzot, que en 1954 Gabo catalogaría como “una obra maestra”, y su remake lanzado este año para Netflix.
La historia base es la misma: un pozo petrolífero en la mitad de la nada (antes en Sudamérica y ahora en Medio Oriente) que se incendia tras una explosión y que sólo podrá apagarse, bajo alguna lógica que nadie se molesta en explicar, con otra explosión de volátil nitroglicerina ¿El inconveniente? Que hay que transportarla en viejos camiones por carreteras destapadas y que nadie está tan loco para intentarlo. Nadie salvo nuestros cuatro protagonistas que en la versión original eran vagabundos que lo hacían por una generosa paga y en la actual son un grupo heterodoxo de personas movidas adicionalmente por la liberación de prisión del hermano de uno de ellos y la posterior extracción de toda su familia del país.
Y ahí tal vez está el principal problema de esta nueva entrega, en la motivación. El filme de 1954 funciona esencialmente como un retrato sobre la codicia humana y cómo la ambición del dinero lleva al hombre a cometer actos viles contra los demás y contra sí mismo. Así, la hermandad improvisada frente al peligro de la misión comienza a desmoronarse conforme vamos llegando a la meta, ya que afloran los más bajos instintos de los conductores a medida que va materializándose la jugosa recompensa. En la nueva no hay nada de eso, sólo un malo que nos cae mal desde el principio, una redención fraternal montada a la ligera y un interés amoroso medio informal que nadie pidió ni nada suma a la historia.
Otro aspecto diametralmente distinto es el origen de la tensión. En 1954 García Márquez supo resumirlo en “la sostenida y ladina explotación del silencio”, pues estamos hablando de nitroglicerina, es obvio que en algunas escenas tendrás que moverte despacio y callarte para concentrarte. Pero eso no le sirve a Netflix. En su adaptación el principal enemigo no es volar en átomos por una sacudida brusca de alguno de los frascos, sino que te mate cualquiera de los terroristas árabes de utilería que con metralleta en mano persiguen a los camiones por el desierto. ¡Hasta lanzan nitroglicerina como granadas en un esfuerzo doloso por romperle el pescuezo a la química!
En conclusión, Gabo tenía razón. La obra de Clouzot, que no en vano se llevó la Palma de Oro de Cannes, es sencillamente monumental, particularmente dadas las limitaciones técnicas de su tiempo, mientras que su versión actual, con muchísimos más recursos narrativos, sólo es una película ligera que se ahoga entre la ruidosa bulla de su propio estropicio.