Escrito por:
José Vanegas Mejía
Columna: Acotaciones de los Viernes
e-mail: jose.vanegasmejia@yahoo.es
Los demócratas de Chile y de toda América Latina aún hoy claman justicia por los miles de ciudadanos asesinados y por los desaparecidos en la república austral durante el régimen dictatorial de Augusto Pinochet.
No han sido suficientes los cincuenta años transcurridos desde el día aciago en el cual la bota militar chilena pisoteara los derechos civiles de una nación que se mostraba a sí misma como modelo de democracia. Ese día, 11 de septiembre de 1973, después de abatir con todas las armas del poder el Palacio de la Moneda, el arrogante mandatario entronizó la violencia oficial que gravitaría durante diecisiete años sobre la nación chilena. No bastaron la acción decidida del juez Baltasar Garzón ni las investigaciones exhaustivas; mucho menos tuvieron el eco necesario las reclamaciones y protestas de familiares de las víctimas del nefasto régimen para llevar a la cárcel al tirano militar. Las viudas y los huérfanos, al final, no vieron recompensadas sus lágrimas porque el senador vitalicio, amparado por el eufemismo jurídico “demencia senil”, logró eludir la pena que sobradamente merecía.
En forma paralela a la desgracia política y social de Chile, se destaca un hecho doloroso en el campo cultural: la muerte de Pablo Neruda, ocurrida el 23 de septiembre de 1973, solo doce días después del derrocamiento y muerte del presidente Salvador Allende. Ambas pérdidas irreparables están rubricadas por la batuta de Pinochet, quien impidió (se dice) el suministro de una droga que diariamente debía ingerir el Poeta –con mayúscula, como lo llama la escritora Isabel Allende a lo largo de su novela ‘La casa de los espíritus’–. Es esta la razón por la que la muerte de Neruda se le atribuye al dictador Pinochet.
Decía el vate chileno: “Si me preguntan qué es mi poesía debo decirles: no sé; pero si le preguntan a mi poesía, ella les dirá quién soy yo”. No se equivocaba el poeta, porque sobre sus poemas está volcada su recia personalidad.
Recordemos en septiembre al autor de obras y poemas tan conocidos como ‘Veinte poemas de amor y una canción desesperada’, ‘Crepusculario’, ‘Tentativa del hombre infinito’, ‘Residencia en la tierra’, ‘El hondero entusiasta’, ‘España en el corazón’, ‘Canto general’, ‘Alturas de Machu Picchu’, ‘Que despierte el leñador’, ‘Los versos del capitán’, ‘Odas elementales’, ‘Cien sonetos de amor’, ‘Navegaciones y regresos’, ‘Canción de gesta’, ‘Cantos ceremoniales’, ‘Memorial de Isla Negra’, ‘La barcarola’, ‘Las piedras del cielo’ y ‘Confieso que he vivido’, entre otras.
La poesía de Pablo Neruda –cuyo verdadero nombre era Neftalí Ricardo Reyes Basoalto, nacido el 12 de julio de 1904– está comprometida con el destino de América. Solo sus primeras obras rezuman un sentimentalismo personal, reflejo de sus años juveniles. Cuando comienza su período de madurez y su militancia política, Neruda comprende el valor de la palabra como instrumento de persuasión. Un poema suyo, con solo su título demuestra esa polémica y comprometedora posición: ‘Hay que matar a Nixon’. En pocos versos, el poeta recomienda, argumenta y justifica su vehemente petición.
En este aniversario de la desaparición del poeta, un homenaje diferente para el insigne bardo puede ser la lectura de sus discursos parlamentarios, publicados bajo el título ‘Yo acuso’, de la Editorial Oveja Negra, aparecido en abril de 2003. En esta obra veremos, más que al poeta, al hombre político que siempre fue.
La escritora Isabel Allende Llona, hija de un primo de Salvador Allende, manifestó, en relación con el sepelio de Pablo Neruda: “El gobierno militar intentó asegurarse de que no hubiera manifestaciones políticas durante la ceremonia, […] pero era imposible impedir que la gente recitara los poemas más revolucionarios de Neruda o coreara consignas y canciones de protesta, como la música de Víctor Jara, que había sido torturado y asesinado en el estadio nacional unos días antes. […] Ese día no solo enterramos al Poeta; enterramos a Allende, a Jara y a cientos de víctimas más; enterramos nuestra democracia y enterramos la libertad”. Continúa la escritora: “La CIA intervino desde el mismo principio para derribar al gobierno de Allende. Los partidos políticos de la derecha chilena estaban dispuestos a destruir el país si ese era el precio que tenían que pagar para librarse del sueño socialista de Allende”. Cabe recordar, como acotación pertinente, que Isabel Allende Llona, la renombrada novelista, en su obra ‘Largo pétalo de mar’ toca tangencialmente la influencia de EE. UU. en los golpes de estado que se han dado en América Latina y en el mundo.
No Hay que confundir a esta autora con su prima Isabel Allende Bussi, senadora socialista, hija del presidente asesinado.