Realmente pensé que ya había cumplido todos los requisitos: repetitivas clases de Derecho durante más de dos años que se arremolinaban en mi cabeza como un perenne déjà vu, dos extensas tesis de grado que drenaron mis reservas de redacción creativa para alimentar los acartonados formalismos jurídicos que me demandaban y la aprobación del inescrutable examen público de acceso a la abogacía, cuyo temario es tan amplio y ambiguo que la mitad de sus preguntas se resuelven con una ligerísima noción de la respuesta correcta mientras la otra mitad se deja a la mera liberalidad de los impíos dioses del azar, quienes manifiestan sus designios a través de su inefable mensajero, el pinochazo. Cuan equivocado estaba, pues para convertirme en abogado español todavía debía superar un último escollo: la dispensa legal de nacionalidad.
Este requisito estaba allí, mimetizado silenciosamente en la lista de chequeo del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid. Y como el nombre no me decía nada sobre la naturaleza de aquel trámite (¿tendría que renunciar a mi nacionalidad?), lo gugleé sin conseguir descubrir más que está a cargo del Ministerio de Justicia y la documentación que se exige radicar para completarlo. Nadie en el ciberespacio se había molestado un instante en explicar en qué consiste el procedimiento, cuál es su razón de ser o por qué únicamente los extranjeros deben llevarlo a cabo. Pero ¿quién era yo para cuestionar el intríngulis burocrático de España? Donde fueres…
Saqué una cita previa y pocas mañanas después ya estaba recorriendo el laberinto de callejuelas del centro de la ciudad hasta los cuarteles generales del Ministerio de Justicia en la recóndita Calle San Bernardo. La funcionaria sexagenaria que me esperaba bien podría haber recibido toda mi atención de no haber sido por la treintena de fotos a blanco y negro de gatos que adornaba su cubículo y por la cual, supongo que muy a su pesar, no me atreví a preguntar. Al mencionarle que venía por la dispensa legal de nacionalidad su “¿Por la qué?” me generó un vacío insondable en el estómago que el “Nunca lo había escuchado y llevo 30 años aquí” de su compañera de ventanilla solo ayudó a empeorar. Veinte minutos después y solo hasta que vino la supervisora de su supervisora dieron con una remota casilla en el software de peticiones que, efectivamente, correspondía a éste. “¿Y de qué se trata el trámite?” le solté muerto de curiosidad, “No lo sé” respondió.
Esta semana he recibido la resolución del Ministerio de Justicia que concede mi solicitud de dispensa legal de nacionalidad y todavía no tengo claro cuál es su utilidad o qué efectos tiene (¿sigo siendo colombiano?). Solo sé que fue la experiencia kafkiana suprema, y por momentos me sentí Josef K en “El Proceso”, enfrentándome al padre de todos los trámites que nadie conoce ni entiende, pero que es obligatorio cumplir para colegiarse. Un procedimiento que busca poner en funcionamiento el engranaje del estado con la única intención de obtener exitosamente un papel que dice que has puesto en funcionamiento el engranaje del estado.