El otro día, escuchando una entrevista del podcast The Book Review producido por el New York Times, la presentadora preguntó a la autora de turno, una reputada escritora europea, sobre los sentimientos que le despertaba el que su libro, la edición en inglés de un texto que, originalmente, ya llevaba varios años dando vueltas por el viejo continente, pero que solo recientemente había sido traducido, hubiese sido publicado directamente en pasta blanda sin haber pasado por la pasta dura, como normalmente se suele hacer con los nuevos lanzamientos. Su respuesta, aunque diplomática y cortés, no aplacó en mí las preguntas sobre ese curioso fenómeno que solo es posible apreciar en el mundo editorial norteamericano: la fascinación con la publicación en pasta dura.
Teniendo en cuenta mis antecedentes con este tipo de publicaciones, los cuales se limitaban a ediciones pasta dura de manuales de Derecho que compraba por designio obligatorio de mis profesores en el centro de Bogotá o a ediciones conmemorativas de textos esenciales de escritores latinoamericanos publicados por la Real Academia de la Lengua, fue muy reveladora mi experiencia vivida con “El Puente Invisible”, novela de la americana Julie Orringer sobre las peripecias de una familia húngara en la Segunda Guerra Mundial que tuve oportunidad de leer en este particular formato.
Aunque cargar conmigo 700 páginas (equivalentes, aproximadamente, a algo más de un kilo), diariamente y en la mano, durante mis paseos en metro a la oficina resultaron ser un ejercicio de gimnasia literaria al que me encontraba poco acostumbrado hasta entonces, debo reconocer que el gran tamaño de la letra y la imperceptible rapidez con que las páginas se iban pasando gracias a lo cómoda que resultaba la lectura a una escala mayor, ayudó a que aquella fascinante, aunque colosal, historia se me hiciera mucho más corta y llevadera. Un inesperado descubrimiento que mi escéptica rutina lectora jamás habría anticipado.
Si bien la publicación en pasta dura está reservada a un público distinto, como coleccionistas obsesivos que queremos tener las ediciones más lujosas de nuestros autores favoritos para exponerlas a las visitas en nuestras bibliotecas privadas (aunque a ellas nada les importen), bien podría ser un nicho de negocio interesante que las editoriales deberían empezar a contemplar. Un capricho que los lectores de culto pagarían felices sin dudar.