Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
Todavía no se han puesto de acuerdo los analistas acerca de la aparente incongruencia subyacente en el hecho de que Trump (el adalid de la derecha mundial más orgullosa de serlo, se supone, y por ende, la más recalcitrante) pretenda limitar el juego del libre comercio global de los Estados Unidos con argumentos proteccionistas que, sospechosamente, se parecen muchísimo a los mismos utilizados por la izquierda en países como el nuestro, y aun en otros más relevantes internacionalmente.
¿Por qué se tocan estos extremos en cuestión tan delicada como el libre comercio? El discurso tradicional de la izquierda a este respecto ha sido que hay una gran mentira en las bondades del comercio internacional a gran escala: básicamente, han dicho que, cuando un país pequeño negocia con uno grande, los únicos beneficiados en el país más débil son sus empresarios capitalizados (que podrían acceder a insumos y maquinaria a mejores precios, por ejemplo); mientras que los empresarios locales sin mucho capital estarían condenados a desaparecer al verse obligados a competir con la fuerza económica que tienen “sus pares” en el Estado poderoso, merced a los subsidios que este les garantiza a aquellos para imponerse. Hasta aquí, todo en orden: ese combustible político de la izquierda no se iba a acabar fácilmente. Pero llegó Trump.
Para el actual Presidente de los Estados Unidos de América, en cambio, la cuestión principal es un presumible efecto contrario. Propugna que, en realidad, los tratados de libre comercio que suponen una negociación relajada de los Estados Unidos con países que, eventualmente, podrían producir mayores cantidades que ellos debido a, digamos, su barata fuerza laboral (como China y sus países abierta o soterradamente satélites), los podrían perjudicar: nadie puede competir contra precios tan bajos. Y por esto, los tratados comerciales que han firmado los yanquis bajo otras administraciones también deben renegociarse, o ya abandonarse definitivamente, pues la prioridad de Trump (¿y quién puede criticar esto sin hipocresía?) es proteger la fuerza laboral gringa a través del blindaje de su aparato productivo.
Es decir, la cuestión está planteada así: mientras, para los de la izquierda, el libre comercio empobrece, para los de la derecha, por su parte, el libre comercio empobrece (?). Es decir, nadie sabe nada a ciencia cierta, excepto por los políticos de uno y otro lado: sea cual fuere la realidad económica resultante, lo cierto es que el proteccionismo que alientan siempre lleva, tarde o temprano, al nacionalismo. El nacionalismo, como enseña a los gritos la historia, es el terreno más fértil para hacer populismo; y el populismo es la forma más efectiva de hacer política con gente que no piensa mucho, pero que sí siente a raudales. Estamos, cómo no, en una época propicia para que los expertos manipuladores hagan sentir odio, otra vez, a los no reflexivos, y se generen nuevas avalanchas de fanáticos y de violencia. Miedo y odio, en ese orden: la fórmula no falla.