Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
El revuelo armado por la conducta cobarde y espantosamente irracional de algunas personas en la famosa corraleja de Bolívar, donde, como lo muestra el respectivo video, un toro termina acuchillado, pateado, desnaturalizado y muerto en el piso, debería armarse cada vez que un acto de barbarie se produce en este país en que los bárbaros no escasean. Sin embargo, ello no es así, como es sabido.
Más allá de la repugnancia que un episodio de este calibre genera en los que lo vemos repetido en los noticieros, incluyendo a quien escribe, me parece que todo ha dado para una nueva muestra de esa cosa fanática que pareciera recorrer el ADN colombiano una vez presentadas determinadas circunstancias: el alboroto justificativo.
Aquí ya lo he mencionado otras veces, de otras formas.
Parece que, como en una suerte de compensación sicológica por la inactividad en diferentes ámbitos de la vida nacional, a muchos compatriotas les parece que hay que condenar lo condenable, sí, pero nada más respecto de aquello que no implique mayor riesgo propio para la denuncia, pues frente a los males mayores de la comunidad lo que impera es un silencio igual de salvaje que la conducta antes referida.Y hay que hacerla, tal reprobación unánime y solemnísima, con bulla, para que se vea lo civilizados que somos, o, que son, quienes se ufanan de ella. La montonera que el alboroto justificativo crea debería ser cada vez menos frecuente, y más habitual la acción individual consciente que resuelva problemas verdaderos, los que aquí no faltan.
Si bien las imágenes de una caterva de borrachos animalizados, saltando sobre un ser que no ha hecho otra cosa que existir, son de una sugestión nauseabunda, considero que no debería caerse en la bobaliconería de quedarse en el rechazo indignado de nada más ello, que es apenas el cariz de la enfermedad.
Ese conjunto de imbéciles con delirio de asesinos no es sino la consecuencia de la actitud de un pueblo que permite y calla cosas aún más atroces, perpetradas por gentes esas sí poderosas, y no por simples campesinos a los que es posible perseguir sin temer sus represalias.
El día en que, en Colombia, exista la misma fuerza testicular para enfrentar, desenmascarar y neutralizar a los sanguinarios de todos los pelambres que poseen en muchos sentidos al país, les creeré la cara horrorizada a los medios e individuos decentísimos que suelen hacerse eco de la hipocresía políticamente correcta, no sin la ridícula sutileza del venenito regionalista.
Pienso que, en el fondo, lo que se ataca es la diversidad cultural ignorada: lo que no se acepta porque no se entiende. No por nada aquí nadie sabe qué es lo colombiano. (¿Qué es lo colombiano?) Con la tradicional agresividad pasiva que no termina de extinguirse en la capital del país, una ocasión como la estupidez esta del maltrato animal se convierte ahora en una nueva forma, solapada, soterrada, subrepticia, de intento de caracterización del Caribe como una tierra violenta, lo cual no es ni siquiera una verdad a medias. Así pues, lo que crean allá arriba claro que no importa, dado que las cosas caen de su peso.
Para nosotros, no obstante, lo sucedido debe ser motivo de reflexión, más allá de la maledicencia acostumbrada, y entonces, no tener que oír las babosadas hipócritas de los que, sin conocernos, sin autoridad alguna, pretenden señalar sentenciosamente lo que hacemos mal o bien. No debe olvidarse que la independencia cuesta.