Mientras a diario todos los reflectores están enfocados en La Habana a la espera de la próxima declaración envalentonada, pronunciamiento revelador o salida en falso de cualquiera de sus protagonistas, en las ciudades se vive la otra guerra, aquella silenciosa inmersa en la cotidianidad de nosotros mismos y que cobra víctimas igualmente anónimas, pero para la cual no hay un proceso de paz ni siquiera insospechado en el futuro cercano. Una confrontación constante e invisible a la que se está expuesto con solo pisar la acera y abandonar la trémula seguridad de la puerta de nuestra casa para aventurarse en el incierto día a día que nos espera afuera.
La víctima más reciente fue Alejandro Vargas, un estudiante de 22 años, quien departiendo en un barrio bogotano durante el fin de semana fue abordado por dos desconocidos que por el simple placer de verlo sangrarle le propinaron una golpiza. Capturados en flagrancia y sin tiempo para limpiarse la sangre de los nudillos demostraron la diligencia de nuestra justicia siendo liberados a las 36 horas durante las cuales Vargas era sometido a sendas cirugías para tratar de reconstruir lo que la tolerancia en un soplo se llevó consigo.
Su caso no es muy diferente de los miles que florecen silvestres en el resto de Colombia. Desde un choque involuntario de hombros caminando en direcciones opuestas por la calle hasta la osadía de timbrar en la puerta vecina para solicitar que se le bajen decibeles a la música estridente, en nuestro país hay más de mil formas de morir por causas ridículas, por arrebatos de odio infundados, por resentimientos encontrados que se catalizan en una implosión de ira. Cuando termine el conflicto de los campos donde las balas rozan los sembradíos, habrá que girar la mirada y prestarle atención al conflicto de las ciudades, donde el cemento ya no resiste más cadáveres vacuos.
Porque esta tierra ha tenido que verlo todo y más. Muertos por llevar una camiseta de fútbol determinada, por cerrar accidentalmente a otro en una vía, por regar una cerveza sin querer, por reclamar a un taxista por un cobro de más, por tropezarse con alguien, etc. La historia urbana que nos rodea tiene un largo historial del absurdo, donde cada narración es más ridícula y fatal que la anterior. Esto sumado a una justicia punitiva de baja efectividad que hace lo que puede sin que esto sea suficiente y que recibe inyecciones de adrenalina con cada programa investigativo dominguero que destapa la polémica de turno, es el coctel perfecto para que la vida sea prescindible en cualquier esquina.
Es posible que casi 60 años sumergidos en la guerra nos hayan blindado contra la propia humanidad, pero nos urge revertir el proceso de aislamiento que comenzamos hace tantas generaciones, solo así tomar un bus para ir a trabajar no será como entrar en un campo de batalla del que se puede nunca regresar. Esta es la épica labor pendiente cuando La Habana solo sea el recuerdo de la guerra que ganamos y la que nos falta disputar.
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