El pasado 4 de agosto, Sergio Urrego, un estudiante de escasos 16 años, decidió arrancarse la vida saltando desde la terraza más alta del centro comercial Titán Plaza en Bogotá. Con su caída letal buscaba exorcizar los fantasmas que lo agobiaban desde que, de acuerdo a las desgarradoras cartas de despedida que dejó, su homosexualidad se convirtió en un tema incómodo para el colegio donde estudiaba.
El aparente matoneo al que las directivas de la institución lo sometieron por su condición sexual habría llevado a Sergio a suicidarse al no soportar aquella constante humillación.
Tras leer los dolorosos testimonios revelados por los medios en estas semanas de conmoción caí en cuenta que los colegios de Colombia realmente no tienen un ente de vigilancia estricto y severo, como si lo tienen otras entidades igualmente importantes como las del sector salud o las del mercado financiero. Al Ministerio de Educación se le exige por lo general una mayor cobertura en el territorio, aumentar el número de becas y convenios o promocionar mejores oportunidades para los profesionales en formación, pero rara vez se le solicita que ponga la lupa con más cuidado sobre los claustros a los que les encargamos la formación de nuestra descendencia.
Hace un buen tiempo que pisé mi colegio por última vez, pero mantengo vívidas las imágenes de compañeros que no podían entrar a clase porque a la coordinadora no le parecían adecuados sus cortes de cabello, aunque la Corte Constitucional estableció que la regla general es el libre desarrollo de la personalidad, de aquellos que obligaban a pasar el día segregados como parias en la biblioteca sin recibir clase por atrasos en la pensión o de las niñas que tenían que ponerse de rodillas con su dignidad para verificar que el dobladillo de la falda tuviera el alto canónico correcto. Una serie de atropellos silenciosos que quizás son similares a los de muchas otras instituciones y que desentonaban con la excelente preparación académica que recibí.
La libertad de cátedra y la libre configuración de los colegios no puede ser excusa para violar derechos de sus pupilos, ningún manual de convivencia laico o confesional podrá estar jamás por encima de los mandatos imperativos de la Constitución. El Ministerio necesita reformular su sistema de famosas acreditaciones para convertirse en una verdadera herramienta de control y deje de ser una farsa temporal en la que los colegios esconden la basura debajo del tapete durante la visita de las comisiones calificadoras para seguir con sus abusos luego de que les entreguen el ansiado certificado con el que tanto amedrantan a sus docentes.
La muerte de Sergio ya no se pudo evitar, pero estamos a tiempo de desactivar los potenciales suicidios que hoy se estén gestando anónimamente en las aulas, solo requerimos de colegios que dejen atrás su intolerante mala educación.
Obiter Dictum: Bien lo dijeron Tola y Maruja en su columna de esta semana: "Es que si la guerra es cara, la paz es carísima". Le figuró al país meterse la mano al dril ya que le apostó al posconflicto.
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