Un Premio Nobel que no tendremos

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Escrito por:

José Vanegas Mejía

José Vanegas Mejía

Columna: Acotaciones de los Viernes

e-mail: jose.vanegasmejia@yahoo.es



La crítica literaria universal tiene en mente, para el Premio Nobel de literatura, al escritor mexicano Carlos Fuentes.

Por nuestra parte, los latinoamericanos vemos en el autor que contribuyó a la difusión del llamado "boom literario" a uno de los más representativos exponentes de nuestra idiosincrasia.

Carlos Fuentes vino al Hay Festival de Cartagena y fue el centro de numerosas tertulias, todas de sumo interés no solo literario sino humanístico. Con Fuentes llegó a nuestro país el producto de la Revolución mexicana, pues la cultura, y en general la vida de ese país gira alrededor de ese hecho revolucionario que entre 1910 y 1916 cambió el modo de ser de toda una comunidad. No hay que olvidar que fue el período de la reapertura de la Universidad Nacional, que había sido clausurada por Maximiliano. Ocurrió también el final del Modernismo, cuando el poeta Enrique González Martínez decidió "torcerle el cuello al cisne", expresión simbólica que representaba la desaparición de ese movimiento literario.

Es el año 1910, además, el de la exposición de arte en la cual se dieron a conocer Diego Rivera y David Siqueiros, dos cimas monumentales de la pintura latinoamericana y mundial. Como si no estuviera completa la galería del período de la Revolución, aparece José Vasconcelos para guiar a una juventud ansiosa por encontrar un norte en medio de la incertidumbre.

A mediados del siglo XX México todavía seguía siendo un país en busca de una definición. Ese es el tema predominante en los ensayos de Octavio Paz. Sin embargo, la literatura encuentra su cauce en autores jóvenes que indagan en el pasado de su nación. La narrativa de Juan Rulfo en "El llano en llamas", mostraría una huella de la soledad que los conflictos de la Revolución produjeron en los desencantados habitantes de los desérticos campos mexicanos.

Aparece entonces, a los 26 años de edad, Carlos Fuentes con "Los días enmascarados" (1954), a los que siguió su novela "La región más transparente" (1958). Fuentes se había sumergido en las corrientes de la novela experimental de Joyce y Faulkner, de donde obtuvo la técnica que le permitió representar los procesos mentales de sus personajes. Otra obra de Fuentes es "Las buenas conciencias" (1959), en la cual "cuenta la historia de una familia burguesa, conservadora y católica, en Guanajuato, desde la época de Porfirio Díaz, y la biografía del adolescente Jaime Ceballos, su amistad intelectual con el indio Juan Manuel, sus escrúpulos religiosos y su rebelión contra el fariseísmo. En "La muerte de Artemio Cruz" (1962) el autor utiliza el fluir de la conciencia --técnica narrativa conocida como monólogo interior-- y juega con los pronombres personales para situarse alternativamente en el papel del moribundo Artemio, de su conciencia o del propio narrador, según el caso.

Carlos Fuentes ha escrito además: "Zona sagrada", "Cambio de piel", "Gringo viejo", "Terra nostra", y en años recientes, "La silla del águila" ("2003), "Cuerpos y ofrendas" (2004) y "Todas las familias felices" (2006). Siempre está en actividad, recorriendo el mundo con sus disertaciones más que mexicanistas, americanistas.

Cuando la Fundación Premio Nobel decidió otorgar ese galardón a Mario Vargas Llosa, en 2010, relegó injustamente a Carlos Fuentes a la lista de los que siempre esperan y nunca logran los laureles anhelados. Se repite en caso de Borges. Y no por falta de méritos del mexicano sino porque difícilmente asignan tal distinción a dos latinoamericanos en oportunidades tan próximas. Pero nadie puede llamarse a engaño: Carlos Fuentes encarna el pensamiento y el sentir de esta América nuestra y, por eso, de todas maneras, su estatura de escritor universal siempre le será reconocida.