La necesidad de preservar y celebrar la cultura, con sus fiestas, carnavales y costumbres, es un pilar fundamental en la construcción de la identidad de un pueblo. Desde tiempos inmemoriales, como bien nos enseñan los romanos con sus festividades, el ser humano ha buscado en el júbilo colectivo una forma de expresión y cohesión social.
Estas prácticas no solo sirven para recordar y honrar nuestras raíces y tradiciones, sino que también actúan como catalizadores de la felicidad y el bienestar comunal. Sin embargo, esta búsqueda de la alegría no debe hacerse a expensas de ignorar las necesidades más fundamentales de la sociedad, especialmente las de los más vulnerables: los niños.
La situación en La Guajira es un reflejo doloroso de cómo las prioridades pueden desviarse. Mientras los niños mueren de hambre y desnutrición, la celebración de festividades parece tomar un lugar preponderante sobre la urgencia de atender a estas necesidades básicas. Este contraste no solo es moralmente inaceptable, sino que también contradice los principios fundamentales consagrados en nuestra Constitución de 1991 y en diversos tratados internacionales como la Declaración Universal de Derechos Humanos y la Convención sobre los Derechos del Niño. En estos no solo reconocen el derecho a la vida, la alimentación equilibrada, la educación y la salud como fundamentales, sino que también imponen un mandato claro: el interés superior del niño debe ser la consideración primordial en todas las medidas que les conciernan.
Es indiscutible que las festividades y tradiciones culturales son esenciales para el tejido social y el alma de una comunidad. Sin embargo, cuando dichas celebraciones se llevan a cabo donde los niños mueren por desnutrición, se evidencia una desconexión profunda entre el espíritu festivo y la realidad social. No se trata de desestimar la importancia de la cultura, sino de replantear nuestras prioridades como sociedad. La verdadera cultura de un pueblo se manifiesta no solo en su capacidad de celebrar, sino también en su habilidad para cuidar de sus miembros más débiles y indefensos.
En este contexto, la Costa Caribe enfrenta un desafío moral y ético urgente. Es imperativo movilizar todos los recursos y esfuerzos necesarios para garantizar que no se pierda ni una vida más por causas tan trágicamente prevenibles. Instituciones gubernamentales, organizaciones no gubernamentales, la iglesia, la sociedad en su conjunto, y la asociación de Gobernadores deben unirse en un frente común contra la desnutrición infantil y la corrupción que impide que los recursos lleguen a quienes más los necesitan.
Concluir la celebración de festividades mientras persistan estas muertes no es un llamado a la tristeza perpetua, sino un acto de solidaridad y un recordatorio de que nuestro júbilo colectivo pierde significado cuando se construye sobre el sufrimiento de otros. Solo cuando cada niño en nuestro país tenga garantizados sus derechos fundamentales a la alimentación, la salud y la seguridad, podremos, como sociedad, celebrar de verdad. Es entonces cuando nuestras festividades reflejarán no solo nuestra alegría, sino también nuestra humanidad, nuestra justicia y nuestro compromiso inquebrantable con el bienestar de todos.
En síntesis, la persistencia de la desnutrición infantil y la muerte de niños son una mancha en el tejido social que ningún festival, parranda o carnaval puede ocultar. La cultura, en su esencia más pura, debe ser un reflejo de la solidaridad, la compasión y el compromiso colectivo con el bienestar común. Por ello, no solo resuenan como un eco de indiferencia, sino que también plantea interrogantes profundos sobre nuestras prioridades y valores como comunidad.
Para concluir, el legado de nuestras generaciones no debe ser lo alegre de nuestras fiestas, sino el compromiso inquebrantable con la erradicación de la injusticia y la construcción de un futuro donde cada niño tenga la oportunidad de vivir, soñar y prosperar. En última instancia, el espíritu festivo de Colombia —que parrandea como país rico— encontrará su máxima expresión en una sociedad que lucha por la vida y la dignidad de todos sus miembros, especialmente los más pequeños y vulnerables.