La cuestión social tergiversada

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



A lo largo de los años, y como muchos otros, abogados o no, he sido un defensor del espíritu de la Constitución Política de 1991, con cuya letra se buscaba reescribir un contrato social deshecho por la violencia generalizada de finales de la década de los ochenta del siglo pasado, y en particular por la sevicia del narcotráfico, que a su vez potenció a las fábricas del hampa de las guerrillas y los paramilitares, para no mencionar las minucias que constituían y todavía constituyen las acciones de los llamados delincuentes comunes. Que no pocos colombianos hayan querido vivir en un país en paz no puede ser motivo de estigmatización: los que hemos apoyado iniciativas de estabilización, desinteresadamente y desde la opinión, no tenemos por qué cargar con ningún sambenito.

Ahora bien, tampoco tendrían por qué ser lapidados aquellos que han sido críticos, cuando no enemigos radicales, de dicho sentir constitucional con el cual se pretendía equilibrar las cargas económicas de los colombianos por la vía institucional. (Recordemos que la vía no institucional la empezaron a reivindicar en algún momento los carteles de la droga, a lo nuevos Robin Hood, comoquiera que se inventaron que la ausencia de Estado era la causa última de que tantos jóvenes se les unieran como gustosos gatilleros). Debe tenerse en cuenta que, a pesar de la marcada inclinación hacia la izquierda que el texto constitucional de 1991 sufrió, en Colombia mal que bien se asimilaron las nuevas reglas del juego, aunque ello no siempre nos haya favorecido en el largo plazo.

Si lo que se había pretendido hasta 1991 era el desarrollo del país a través de su industrialización, a imitación de las viejas potencias, ¿cómo iba ello a darse bien en un país que terminó priorizando el adjetivo “social” en la regulación constitucional de toda la actividad económica? Así se evidencia desde el artículo 1º superior, que impone la obligación de que haya leyes que se cumplan, pero siempre al trasluz social (Estado social de derecho); pasando por el artículo 58, que en sus incisos 1º y 2º impone la función social de la propiedad; y llegando al artículo 333, que en su inciso 3º ordena que las empresas tengan también una función social, y que, seguidamente, en su inciso 5º nos enseña que aquí lo que hay no es una economía de mercado, sino una economía social de mercado.

Algún malpensante podría creer que en Colombia existe desde 1991 una suerte de Estado socialista, con economía planificada y toda la cosa, en la que el mercado sencillamente es secundario. Finalmente, ¿a qué clase de industrialización se puede acceder en una nación atrasada que, desde su pirámide normativa, renuncia al desarrollo total del mercado? A una mediocre. Podía emerger, sí, el “decrecimiento” propio de la desindustrialización, que es lo que hace juego con desestimular la producción económica y la aspiración de controlar la vida de la gente; así que algún día iba a llegar un Gobierno que, contrario a lo que otros habían intentado temporalmente (contratos de estabilidad jurídica para los inversionistas, por ejemplo), iba aprovechar, para mal, una redacción constitucional que, de buena fe, no le apostaba al empobrecimiento, sino a la igualación social ordenada y pacífica.