No es mentira para nadie que los thrillers policiacos son a los Premios Nobel lo mismo que las películas de comedia son a los premios Óscar, es decir obras entretenidas para matar el tiempo una tarde cualquiera de domingo, pero carentes del mérito suficiente para ser reconocidas con las máximas distinciones de sus propias disciplinas. Por ello, con regularidad ingratamente triste, suele ser material que a todos nos gusta (o, más bien, que a nadie realmente le disgusta) y que consumimos con mayor o menor grado de placer culposo, pero que ningún jurado de las altas instancias se tomaría realmente en serio para proponerlo como un aspirante sólido a la inmortalidad literaria.
No en vano, nunca ha existido un ganador consagrado al arte popular de la novela negra (lo siento, Petros Márkaris y Leonardo Padura, no va a ser en esta vida) y las pocas obras de un estilo análogo que los escritores laureados desde Estocolmo tienen en su haber suelen estar entre los títulos menos refulgentes de su bibliografía. Sólo hace falta echar un vistazo rápido a especímenes como “Gambito de Caballo” o “Intruso en el Polvo” de William Faulkner (Nobel 1949), “La República del Vino” de Mo Yan (Nobel 2012) u “Obsesión” de Elfriede Jelinek (Nobel 2004), todos ellos manuscritos que duermen el sueño de los justos a la sombra de los grandes éxitos, de corte mucho más dramático y centrados en los conflictos del alma humana, que bañaron de gloria a sus creadores.
Aun así, todavía es posible encontrar algunos casos excepcionales que han conseguido salirse del estereotipo desgastado del panfleto de aeropuerto que te dejas extraviado entre conexiones sin que pase nada para dar el salto de calidad que les ha hecho destacar como ejemplares exóticos en su tipo. Forzosa aquí es la mención de “Me Llamo Rojo” de Orhan Pamuk (Nobel 2006) con el misterioso asesinato de un maestro ilustrador otomano del Siglo XVI en el que los principales sospechosos son sus leales aprendices; “El Arma de la Casa” de Nadine Gordimer (Nobel 1991) que nos relata las convulsionadas desavenencias de un matrimonio sudafricano al que en la primera página le informan que su hijo ha sido detenido por homicidio; y “Sobre los Huesos de los Muertos” de Olga Tokarczuk (Nobel 2018) donde a una inexplicable secuencia de muertes violentas en la Polonia profunda se les da una resolución tan fabulosa que casi consiguió el International Booker inglés en 2019.
Sigue sin estar muy claro qué crimen más atroz ha cometido el thriller policiaco contra la literatura para ser relegado, junto con otros parias de los galardones como la fantasía o la auto ficción, a la categoría de género de segunda línea o para comenzar a utilizarse como arma arrojadiza para describir el mal momento de un escritor al que “le tocó dedicarse a las novelas de detectives”. Es un tratamiento injusto con cierto deje elitista que busca reforzar el sesgo de confirmación sobre las novelas “que valen la pena” y que sólo pueden ir sobre la guerra o el amor. Un absoluto despropósito.