Hay que alzar la voz y hasta irrumpir en combate anímico contra uno mismo, eso sí como poetas en acción. De entrada, pongamos fundamento en la coherencia, entre el decir y el hacer. No podemos bajar la guardia, ni tampoco cultivar la indiferencia. Me niego, pues, a habituarme a este mundo tenebroso, al que hay que plantar cara ante las fuerzas del odio y la división, con otros abecedarios más del corazón que del cuerpo. Personalmente, hace tiempo que vengo reivindicando, tanto el aprender a reprendernos como el querernos para poder querer a los demás. Sin embargo, la necedad nos gobierna en mayoría y es la causante de todos los males. En todo caso, lo importante es meterse en paciencia, tomar sobre sí esta angustia, pero con la esperanza de que hay salida esplendorosa para todo. Es cuestión de intentarlo, poniéndonos en disposición de explorar otras vías.
Lo último es tirar la toalla o encumbrarnos. En efecto, en lugar de alumbrarnos entre sí, nos hemos endiosado hasta la cúspide o marchamos desolados, costándonos diferenciar el bien del mal. Urge, por consiguiente, que salgamos de esta atmósfera perversa de voces contradictorias, de seducciones ocultas, porque la sensatez se ha ido de nuestro caminar y nos merecemos un tiempo nuevo. Internamente tenemos que clarificarnos, custodiar nuestro propio movimiento para hacer frente a los desafíos vivenciales, reflexionar sobre las inmoralidades y las enterezas, desencadenarnos de aquellos vientos corruptos que nos atrofian y caminar, con la inspiración creativa, hacia sensatos valores que puedan brotar en nosotros, encaminando la floración del discernimiento a nuestros quehaceres cotidianos.
Indudablemente, tenemos que salir de este mundo sombrío cuanto antes. Neguémonos a mantener la boca cerrada ante el cúmulo de aires discriminatorios, no seamos tolerantes con la intolerancia, defendamos con uñas y dientes la dignidad de todos y el espíritu de los derechos humanos. Universalicemos todo esto. A veces la tristeza trata de invadir nuestro innato coraje, para volvernos cómodos y sin ninguna expectativa de cambio. Que sepamos, que todo se puede modificar con paciente responsabilidad y persistencia. En ocasiones, tendremos que comenzar por convencernos a nosotros, de que para vencer los vacíos que nos ocupan y los vicios que nos asolan, precisamos achicar el lago de la decepción y anclar, en nuestro diario de nadador, al optimismo.
Reencontrarse es fundamental para acentuar más activamente nuestros andares poéticos, que son los que verdaderamente nos elevan hacia otros horizontes, si lo hacemos auténticamente. Hoy más que nunca, tenemos que estar vivos, para poder discernir y estimular la acogida. Sin duda, el sentimiento de obsesión persistente y torturador hacia nuestros semejantes, así como el arrinconamiento a la variedad de cultos y culturas, es el mayor peligro para todos, así como el apartarse de la rectitud. Tomemos conciencia de la realidad que nos pertenece.
Esa es la justa reacción de una humanidad que tiene que fraternizarse, sabiendo que nada se consigue individualmente; y, aunque el mundo actual esté lleno de avances, son muy desiguales en los territorios. Luego está la plaga del aislamiento, que aparte de debilitarnos nos expone a dejarnos atormentar, porque todo es más fácil juntos. Olvidamos que cada edad tiene su etapa, su momento de realización, de utopía comunitaria y de comunión fraterna. Al mundo nunca le sirvió, ni tampoco le servirá, la ruptura entre generaciones. Un pueblo, una nación, un orbe, en suma, será tanto más luminoso cuánto más horizontes se esclarezcan con opciones dinámicas conjuntas y vinculantes, porque en cada uno de nosotros puede guardarse algún aliento, que, sintiéndose con calor de hogar, seguro que se convierte en consuelo e ilusión de verdad.