Napoleónico

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Antes de ver la publicitada película sobre el Gran Corso, creí conveniente volver a leerme el famoso cuento corto de Álvaro Mutis titulado “Historia y ficción de un pequeño militar sarnoso: el general Bonaparte en Niza”. No seré yo quien se lo niegue cuando tantos han visto lo evidente mucho antes: Mutis era un maestro en eso de bautizar sus obras. Y estas “historia y ficción”, sí, magistralmente combinadas en el relato de marras, a fe que captan la sustancia del hombre de Ajaccio, si asumimos que tal era la intención del escritor colombiano: Napoleón fue único en su género, con esa infrecuente amalgama de virtudes humanas que se despliegan en un abanico representado por el trazado que va desde el romanticismo innato hasta la practicidad minuciosamente estudiada y aprendida.

No faltarán los que digan que no, que aquel teniente de artillería que nunca dejó de ser por sus maneras no habría llegado a nada más en un teatro distinto al revolucionario francés de 1789, donde un intrigante ambicioso venido de lejos la tenía fácil si destacar en el ejército dependía de saber pintar las calles con sangre de repulsivos parisinos, los mismos invasores de su amada Córcega. Pero me atrevo a pensar que el exacerbado temperamento italiano que asustaba a la caribeña y sensual Josefina, y que, tarde, le ayudó a reconocer en los españoles todos a un hombre de honor, su semejante, dispuesto a morir antes que ser sometido, lo habría llevado lejos aunque de reyes hubiera estado sembrada aquella París de oportunistas que solían gritar ¡igualdad! para medrar.

Si de igualdad tratamos, no hay duda de que el Código Civil fue su mayor desafío al Antiguo Régimen, que hasta anticristo lo llamó, pues en un país en el que el francés aceptado ni siquiera se hablaba en todo el territorio, ¿qué igualdad podía haber más allá de la feudal? En las provincias, por ejemplo, ¿cuál campesino iletrado le iba a reclamar la existencia de obligaciones correlativas a su señor, en virtud de un acuerdo verbal, sin ser muerto por ello? Una cosa era discurrir sobre la igualdad, la legalidad o la fraternidad, al calor de cierta buena mesa progresista y otra, muy distinta, hacer promulgar una herramienta relativamente sencilla para la materialización de aquello de lo que otros solo charlataneaban. Siempre que pienso en la justicia recuerdo el valor de sus descubridores.

La película de Ridley Scott no es superficial, pero sí vana. Exuda un insufrible carácter anglosajón al tratar de mostrar lo que ni ven los pueblos germánicos: el inteligente ardor meridional. Para no ir muy lejos, el filme olvida al estadista que trabajaba en solitario como un poseso hasta la madrugada, leyendo documentos y destripando situaciones; pasa por alto al niño que se encerraba a resolver cálculo como si jugara Nintendo, en un rincón de la primera de sus islas áridas; desconoce al joven oficial que dejaba de comer para pagar el encierro con libros de segunda, más de primer nivel respecto de informaciones inimaginables; y lo hace presa fácil de los corrompidos políticos que solo pasaron a la historia gracias a su, a pesar de todo, generoso corazón. Napoleón era supersticioso y creía en los dictados de su “estrella” para conseguir la victoria; cuando dejó de sentirla, todo acabó.