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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Para someter a juicio político al que ocupe la Presidencia de la República, en el que se evalúe su legitimidad para seguir siendo el primer mandatario, se necesita que pase lo que nunca antes: que la Comisión de Investigación y Acusación de la Cámara de Representantes lleve ante esta última la pesquisa sobre el asunto respectivo ya calificada con una acusación; sobre la que la cámara baja deberá, a su vez, decidir si tiene sustento para ser presentada al Senado, que actuaría como juez. Es un poco confuso que, siendo un juicio político y no actuación judicial, el aparato acusatorio contra el presidente pueda ser usado para estudiar la comisión de posibles delitos; sin embargo, con esfuerzo termina por entreverse que lo que el Constituyente decidió medir es la dignidad en el cargo de aquel elegido para cumplir la ley y hacerla cumplir, entre otros actos necesitados de moral.

En este sentido, el ordenamiento jurídico ha previsto la oportunidad de que al presidente en ejercicio se le haga un juicio político no solo por la probable comisión de delitos, sino, algo más etéreo y subjetivo, por indignidad. Así, y aunque no esté del todo claro, cabría ir entendiendo que un presidente ha faltado a la dignidad inherente a su empleo público de elección popular cuando, de su conducta personal, puede predicarse probadamente desde la acusación que hay mérito para adelantar “un juicio de responsabilidad política”, según señaló la Corte Constitucional. Esto evidenciaría que estamos en el círculo de la falacia de petición de principio: hay juicio político si existe responsabilidad política. Entonces, ¿cuándo es responsable políticamente un presidente?

Tal supuesto de hecho debería estar claramente previsto en la Constitución Política, incluso con causales e incisos, para evitar las eventuales inseguridades jurídica y política de contar con un presidente indigno para el cargo; de modo que sea dable enjuiciar, y hasta enviar al retiro, a aquel jefe de Estado que no esté a la altura intelectual, comportamental o ya psicológica de sus deberes. No está contemplado, y ello nos deja en el estadio de indefinición por tan variados actores de poder deseado, a partir del cual, en aras de una supuesta estabilidad institucional, es casi quimérico sacar del puesto al que ha sido elegido para presidir lo público. Desde luego, ello no va a cambiar que, en verdad, la estabilidad de un país esté en la capacidad de sus normas jurídicas para derrotar nombres.

En este contexto, ¿puede considerarse la drogadicción una circunstancia constitutiva de indignidad en relación con la persona del presidente de la República? Ciertamente, no es buena fuente de legitimación que quien deba tomar decisiones por todos los colombianos sea dependiente de sustancia alguna, y, en esa medida, la respuesta es sí. Ahora bien, aquí el problema deviene probatorio: ¿cómo demostrar ante las dos instancias congresales iniciales que un presidente es adicto a las drogas y que, por lo tanto, hay motivación suficiente para llamarlo a juicio político ante el Senado? Eso es impracticable, no solo por el enrevesamiento del reglamento del Congreso de la República, sino por el excesivo poder presupuestal con que cuenta el investigado. Así se quiso.