La ley del silencio

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



He visto por enésima vez una de las películas clave del director Martin Scorsese, Goodfellas, de 1990, con las principales actuaciones, a cuál más destacada, del fallecido Ray Liotta, de Robert De Niro y, cómo ignorarla, del genial Joe Pesci. El guion del filme está basado en la novela de no ficción Wiseguy, de Nicholas Pileggi, título que en español estándar vendría a ser algo así como “chico listo”, y que en español colombiano podría traducirse sencillamente como “el vivo”, “el avispado” o “el avivato”. Eso sí, siempre con un tinte irónico en las tres lenguas señaladas, pues el hecho de que un individuo dedicado al crimen se sienta intocable no significa que lo sea: el disimulado drama lacrimógeno de los que creen que nunca les alcanzará el tantas veces lento brazo de las justicias.

Scorsese, con mano diestra, pinta un escenario convenientemente amoral para que los personajes se desplieguen y se replieguen a placer, aunque dentro de las lógicas que la realidad ha delimitado con antelación, y que, por lo tanto, resultan con suficiencia conocidas por quienes padecieron o aplaudieron sus efectos. Evidentemente, la historia narrada obedece a la reconstrucción de unos hechos judicialmente tramitados en los Estados Unidos, pero que cobran capacidad cierta de influir en las conciencias de los espectadores, esos ya globales, solo cuando son vistos por ellos una vez han sido puestos en movimiento, con diálogos próximos y sentimientos identificables. Queda enunciado que, mediando las circunstancias adecuadas, cualquiera podría hacerse un chico listo.

La importancia de aprender a guardar silencio ante las autoridades, respecto de la vida conjunta de aquellos dedicados a tiempo completo a la delincuencia, es asunto redundante. No estamos hablando de chismes u otras irrelevancias, voceadas en el día a día de los que actúan dividiéndose el trabajo sucio, como en una empresa (una empresa criminal, dirían los penalistas); sino de los engranes ocultos que impulsan los mecanismos que a la larga permiten obtener poder, apenas económico en el caso de las mafias, como esa italoamericana, tan cinematográfica por derecho propio. Hablamos de secretos mortuorios, en concreto, y, sin embargo, no solo de tales. Por lo demás, a veces el objetivo mafioso excede el del dinero inmediato, y se dirige hacia el poder político, garantía de un flujo de fondos sostenible. La mafia en la política es para los que piensan en grande. 

Si se hiciera la película definitiva sobre las mafias políticas, quizás no podríamos dormir tranquilos. Que unos cuantos hombres, hijos de inmigrantes pobres en un país rico, excluidos de la toma de decisiones públicas, se hubieran hecho adultos por el través del delito, a nadie debería haber extrañado. Ahora bien, excluida toda disculpa, tiene que aceptarse que gatilleros como los retratados están lejos de ser peores que algunos señores de la cosa pública; los que, tanto allá como acá, suelen ser indistintos, sin que ello implique que estén ausentes del establecimiento de las reglas del juego. Ambos grupos, no obstante, se parecen: el santo y seña para participar en la cerrada kermés política se entrega por pasiva, ya que también hay que probar anticipadamente que se sabe callar.