Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
"La codicia, a falta de una palabra mejor, es buena; es necesaria y funciona. La codicia clarifica y capta la esencia del espíritu de evolución. La codicia en todas sus formas: la codicia de vivir, de saber, de amor, de dinero, es lo que ha marcado la vida de la humanidad”. La anterior cita es de la película gringa Wall Street, de 1987, que tuvo su segunda parte en 2010, cuando estaba muy fresco lo de la crisis financiera internacional de 2008, evento que ha sido llamado “el fracaso del capitalismo”. En 1776, meses antes de que el país en el que esta tesis alcanzó su mayor madurez, los Estados Unidos, rompiera con el Reino Unido de la Gran Bretaña, un pensador escocés llamado Adam Smith señaló la contracara de dicha realidad en su obra fundante La riqueza de las naciones: "Allí donde existen grandes patrimonios, hay también una gran desigualdad. Por un individuo muy rico ha de haber quinientos pobres, y la opulencia de pocos supone la indigencia de muchos".
No malinterpretemos a Smith, que fue muy claro con la idea de que la riqueza no es fruto de los recursos naturales, sino del trabajo; y, en esa medida, también fue contundente con su teoría de que solo habrá riqueza en un país si se deja a la gente ejercer su egoísmo sin mayores límites gubernamentales, es decir, si se la deja disfrutar de su codicia. A partir de ahí, Gordon Gekko, el inescrupuloso protagonista de Wall Street, anunciaba con la autoridad que dan los siglos de experimentación que la codicia era buena, y que era el motor de todo. No obstante, por algo Smith había matizado diciendo que los efectos de la codicia no eran esencialmente bellos: la desigualdad resultante era parte de dejar a la gente competir con fiereza, de no socorrer a nadie sino apenas ver que la batalla fuera justa; la desigualdad, en otras palabras, era tan natural para Smith como el sistema capitalista, en el que el individualismo se considera lo más sano para vivir en sociedad.
Esta discusión no es ni remotamente nueva, pero cambia de piel y revive cada día. Quizás se deba a que, en teoría, “la mano invisible” del mercado funciona, pero en la práctica hay multiplicidad de problemas. Solo por poner un ejemplo: si bien a Gordon Gekko no le faltaba razón en su postulado inicial y nada original, lo cierto era que, con sus actos, degeneraba la desigualdad que preveía Smith en criminalidad: no era más que un especulador que, con astucia e ilegalidades, conseguía información privilegiada para comprar barato y vender caro, y que, como él mismo se concebía, no creaba nada en el mundo real (“sector real” le dicen), sino que más bien destruía. Destruía empresas, empleos, riqueza común, si consideraba que tenía que hacerlo para inflar su propia billetera.
De modo que sí, pero no, sería el resumen del pensamiento de gente como Gekko. Él representa el juego sucio que, dentro de la regulación mínima de la economía (propugnada por Smith como necesaria para que el capitalismo marche), puede darse con relativa facilidad. La ambición es el dínamo de cada uno de los lados de la vida, y por eso aquella es buena, claro, ¿quién lo duda a estas alturas?; pero sin reglas claras, y sin su cumplimiento, solo puede ser delincuencia perfumada.