Un problema de géneros literarios

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Durante las vacaciones recientes volví a leer un libro de hace treinta años, y que estudié por obligación escolar en su momento: “Doce cuentos peregrinos”, de Gabriel García Márquez. Creo que regresar a los libros básicos, que no simplones, viene a ser clave mucho mejor equipada para el entendimiento de los elementos que la simple acumulación de títulos tachados de una lista que las pontificales autoridades editoriales a lo mejor le han diseñado a ese lector ansioso que anhelan agenciarse, para que se olvide del punto de tanta correndilla y compre. En esta línea, siempre me ha parecido que los escritores que se toman su tiempo para pensar en qué escribir son mejores que los que no hacen eso; y todavía más si los calendarios empleados en la redacción de la historia, o las historias, se han llevado un buen pedazo de su vida, y, con ella, de su tranquilidad. 

Por qué no confesarlo ahora: solamente admiro “la sangre, el sudor y las lágrimas” de quienes escriben con patente sufrimiento cotidiano, e injustamente menosprecio en algo a las máquinas de escritura que teclean con disciplina de oficinista para publicar por publicar, porque de eso viven, y que es gente muy parecida, en mi opinión, a los que hablan por hablar. Pues sea como fuere sigo pensando que, si no hay nada que decir, mejor será guardar silencio…; como sabemos, este no es poca cosa. García Márquez siguió regla parecida con este libro de cuentos, según explicó en el prólogo, ya que no se resignó a simplemente “tener” que escribir cada cuento por el solo hecho de habérsele ocurrido la idea respectiva, sino que, una vez cumplido el ritual de describir cada juego de tornillería en una libreta de apuntes, sometió dichos metales a la durísima prueba del añejamiento. 

Así fue como los temas de sesenta y cuatro cuentos anduvieron dando vueltas por ahí, de mudanza en mudanza, y, lo que es más grave, de género literario en género literario: empezaron como novela, siguieron como cuentos (y murieron como tales), procedieron a convertirse en notas de prensa o en temas de conversación, fueron la materia prima de guiones cinematográficos y renacieron como cuentos una vez su autor se sintió con la fuerza necesaria para escribirlos, ahora sí; y no en orden ni con independencia temática entre ellos, sino simultáneamente y a ratos, de manera que de ese exquisito desorden surgiera la ilusión de unidad entre los textos: cuestión al fin lograda como se logran poco a poco las formas de los metales trabajados en la fragua, palabra esta que en el referido prólogo utilizó el también cuentista colombiano, quizás a modo de recurso ilustrativo desesperado. 

Curioso fue que este proceso de escritura no terminara allí. El curtido escritor sintió que debía reescribir los viejos cuentos, que ya parecían estar listos, pues las ciudades europeas en las que transcurría la acción narrada habían cambiado lo suficiente para entremezclársele los recuerdos y la imaginación sobre ellas. Eso le dio la oportunidad de volver a sentir placer por narrar los sucedidos. Lo que intuyo es que de tanto darles vueltas a esos cuentos, de tanto tenerlos cerca y lejos en la memoria, terminaron por volvérsele extraña realidad, y, así, vivirlos se le hizo de nuevo emocionante.