Mi primer mundial

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Escrito por:

Fuad Chacón Tapias

Fuad Chacón Tapias

Columna: Opinión

e-mail: fuad.chacon@hotmail.com

Aunque mi padre siempre ha defendido, ostentando la certeza infalible de los testigos presenciales, que en 1994 él personalmente nos sentó frente al televisor con mi hermana para presenciar la bochornosa participación de Colombia en el Mundial de Estados Unidos, mis recuerdos de aquel certamen son prácticamente nulos y se reducen poco más que a una calcomanía gigante del perro Striker que algún vecino de Bucaramanga consideró el adorno ideal para su ventana, dejándola decolorar allí durante décadas para que toda la ciudad la apreciara cada vez que tomáramos la pendiente de la Calle 56 rumbo al barrio de Cabecera. Por ello, y en lo que a mi corazón futbolero respecta, Francia 98 será eternamente mi primer mundial, el que me hizo enamorar de esta competición.

Uno de los legados más inesperados que llevo conmigo tras ese mes de fútbol es mi pasión por la vexilología. Ya había tenido un primer acercamiento al fascinante mundo de las banderas con el descubrimiento fortuito de un ejemplar del Almanaque Mundial de aquel mismo año en casa de mi abuela, pero fue gracias al gran despliegue audiovisual de Francia 98 que tuve la oportunidad de detallar algunas peculiaridades que escapaban al papel: el laberinto de trazos blancos sobre el sable de Arabia Saudí, los extraños símbolos de dojo karateka de Corea del Sur, el intrincado tablero de ajedrez rojiblanco de Croacia o la curiosa simetría triangular de Sudáfrica. Recuerdo haber coloreado todas las 32 banderas más de una vez y aún hoy sigo atrapado por su simbología intrínseca.

En cuanto a partidos, son muchos los fogonazos que, a pesar de las más de dos décadas que han transcurrido desde entonces, incluso ahora puedo rememorar con mayor rapidez y precisión que algunas escalas de la tabla del siete o del ocho: el 6-1 de España contra Bulgaria, aunque hasta hace no mucho un bizarro efecto Mandela me tuviera convencido de que la apaleada había sido Yugoslavia; el 2-1 de Irán contra Estados Unidos, con el icónico gesto de las rosas blancas regaladas a los jugadores durante los himnos; el mítico 2-2 entre Argentina e Inglaterra que consagró al precoz Michael Owen y, cómo no, el rostro desbordante de alegría de un estupefacto Davor Šuker cuando ni él mismo se creía la hazaña que su debutante Croacia estaba forjando.

De Colombia y su efímero paso por el Grupo G son pocas, aunque entrañables, las postales que todavía almaceno en mi memoria. Y no hablo del decepcionante estreno del equipo de un Pibe Valderrama ad portas de la jubilación ante la Rumanía de Hagi ni tampoco la imagen de un derrotado Mondragón yendo a buscar dentro del arco el soberbio tiro libre de Beckham que sentenció nuestra suerte, sino la instantánea de mis padres y mi hermana saltando conmigo en la cama para celebrar (a la exclamación de mi madre de “¿y ese quién es?” que siempre retumbará en mi cabeza) el gol de un tal Léider Preciado contra Túnez para el 1-0 que le alargaría el oxígeno a la agónica ilusión de todo un país.

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