Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
Me detuve en la cartelera de cine actual para ver dos películas argentinas que, desde sus respectivos títulos, anticipan no solo que se trata de sendas historias propias de aquel país, sino que está el futuro espectador en presencia de un par de relatos relacionados con el hecho reciente que más ha marcado a su gente, es decir, la última dictadura, que fue de 1976 a 1983. Empecé por el filme menos publicitado: Un crimen argentino, donde actúa un gran histrión de las tierras australes, Darío Grandinetti; en él se narra una de las tantas acciones de fuerza ilegítima del mencionado período de represión social, y que nunca se esclareció del todo, incluso después de haber sido tamizada judicialmente, por cuanto sus intervinientes y desarrollo no casan exactamente con el sistema de choque típico de la época (militares “desapareciendo” ciudadanos), sino con una especie de opuesto.
Se trata de un thriller en toda regla que no permite la distracción, y que, tal vez, se hace más interesante cuando uno recuerda que lo que se está proyectando en la pantalla ocurrió en la vida real, no hubo ningún guionista que se lo inventara de la nada, y concluye que, entonces, es verdad: la realidad supera a la ficción. Algo similar, aunque distinto en la sustancia, ocurre con la segunda obra, que, como si se tratara de un análisis cinematográfico comparativo, tuve chance de apreciar: Argentina, 1985. A través de esta cinta liderada por el famoso actor Ricardo Darín, me temo, se pretende la ostensible materialización de la película definitiva sobre el tema de la misma dictadura, cosa espinosa, y quizás en razón de ello la narración resulta a veces previsible y santurrona, a pesar de los notorios esfuerzos por contar el cuento de manera equilibrada, sin olvidar el factor humano.
Como no soy un experto en este arte, no puedo apostillar nada a la evidente entrega de dos buenos trabajos cinematográficos de los gauchos, según su costumbre; dicho eso, a lo mejor es posible agregar que, si algún languidecimiento padecen, ello estaría en implicar que la actual sociedad argentina es la forzosa deriva de esa época oscura, cuando unas clases sociales pasaron por encima de otras con el apoyo criminal de las fuerzas militares. Es innecesario argumentar que esto no es cierto: la dictadura más reciente de allí no fue la causa, sino la consecuencia, de una variante del entendimiento que es anterior a 1976 y posterior a 1983. Hablo de la violenta negación entre unos y otros extremos a su pesar entrelazados, ironía que no es ajena a Colombia, por haber sido un teatro (¿inició últimamente el tercer acto?) que ha ofrecido incluso peores escenas que las argentinas.
Me pregunto si esto tendrá que ver con lo de la “soledad de América Latina” de que se ocupó Gabriel García Márquez al recibir su Premio Nobel de Literatura en 1982: ¿los países de esta zona del mundo son niñitos que los adultos (o sea, unos europeos distintos a los que en ese año “defendían” las Malvinas) no pueden dejar sin vigilancia porque se matan? Ahora releo el discurso de Gabo y entreveo en su pedido de comprensión y respaldo a los pueblos prósperos una ponencia del latinoamericanismo moderno, pero más en clave de justicia emocionante que de desarrollo real.