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Escrito por:

José Vanegas Mejía

José Vanegas Mejía

Columna: Acotaciones de los Viernes

e-mail: jose.vanegasmejia@yahoo.es



La obra “Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano”, del filólogo Rufino José Cuervo, comienza con esta frase: “Nada, en nuestro sentir, simboliza tan cumplidamente a la patria como la lengua”.

En sus comienzos la lengua castellana se manifestó como un vehículo eficaz para transmitir ideas, sugerir comportamientos, criticar situaciones; en fin, se prestó nuestro idioma para cumplir su principal función: servir a la comunicación. Mucho antes del siglo XII lo que existía en España era una amplia gama de dialectos o hablas regionales, influidas todas por los aportes lingüísticos de los pueblos que en forma periódica pasaban por la Península y la arrasaban, tanto material como culturalmente. Aún no se le asignaba el nombre de ninguno de los dialectos; su estructura estaba más cerca de la lengua de los moros y se la denominaba ‘romance’. No en vano los moros habían permanecido en España durante ocho siglos.

Aunque en el siglo X ya existían pequeños textos que se habían separado del latín vulgar, solo mostraban rudimentos de lo que más tarde sería la lengua castellana. Esas son las ‘glosas emilianenses’ y las ‘glosas silenses’, anotaciones escritas por unos monjes de los monasterios de San Millán de la Cogolla y de Silos, respectivamente, para aclarar fragmentos escritos en latín.
En el siglo XII, con la aparición del Poema de Mio Cid, surge la actual lengua castellana en forma escrita. Se ha comprobado que poco antes de la aparición de este poema existieron las ‘canciones de amigos’, llamadas también cántigas o cantigas. Eran versos sencillos que ya no se podían considerar escritos en lengua árabe. Consistían en lamentaciones o declaraciones amorosas que un campesino dedicaba a su amiga o amada. Esta afirmación permite pensar que nuestra lengua, en lugar de tener origen épico, como son los cantares de gesta, en realidad nace con las canciones de amigos en la primera mitad del siglo XI. Pero ya en el siglo X muchas composiciones árabes remataban con un verso llamado ‘jarcha’, rudimento de la actual lengua castellana.

Nuestra lengua, en los siglos XII y XIII cumplía su principal función: comunicar, transmitir mensajes cargados de detalles por medio del mester de juglaría; estos juglares peregrinaban por la península ibérica. A las noticias que difundían por encargo, agregaban parlamentos de su propia invención.

Pero no dejemos a nuestro idioma anclado en el pasado. Señalemos que en 2010 la Real Academia de la Lengua Española dio a conocer los cambios aceptados por esa institución. Algunos de ellos son: La i griega se llamará ye. Eso tiene lógica, pues en palabras como ‘guayaba’ y ‘rayo’, el sonido es de ye. Solo en el final de no muchas palabras, como ‘Paraguay’, ‘cuy’, ‘muy’, tiene sonido de i. Por algo se llama yeísmo la pronunciación de la ll como y. La nueva ortografía acaba con los ‘apellidos’ de las letras B y V. Ya no se dirá ‘be larga’, ‘be alta’ o ‘be de burro’; simplemente be. Tampoco habrá ‘ve corta’, ‘ve baja’ o ‘ve de vaca’; esa letra se llama uve. La w desde ahora se llama doble uve en vez de doble ve, ve doble o uve doble. Con la nueva Ortografía la ch y la ll dejaron de ser letras para convertirse en dígrafos, es decir, signos ortográficos de dos letras. De esta manera el alfabeto español ha quedado con 27 letras.

El lenguaje español presenta variedades fónicas y léxicas de una región a otra. Sin embargo, comparte las mismas normas ortográficas, lo que se comprueba por las diferentes maneras cómo se comporta el idioma en los países hispanohablantes; en ellos, las palabras se escriben de igual manera. No se habla mejor o peor en un determinado punto de nuestra geografía. Solo se habla diferente. Y como lo afirma el filólogo Rufino José Cuervo, “Nada, en nuestro sentir, simboliza tan cumplidamente la patria como la lengua”.