Ante nuestros próceres, ¡detente!

Columnas de Opinión
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Escrito por:

José Vanegas Mejía

José Vanegas Mejía

Columna: Acotaciones de los Viernes

e-mail: jose.vanegasmejia@yahoo.es



La palabra “vándalo” se utiliza para calificar a quienes en forma voluntaria causan destrucción a bienes públicos o privados. Se piensa que los vándalos disfrutan de su actividad; lo cierto es que, por contagio, a los vándalos convencidos se unen personas que sin motivación aparente participan en esos hechos delincuenciales. En su origen, se designaba como vándalos a los habitantes de un pueblo de origen germánico-oriental procedente de Escandinavia. No siempre fueron violentos y hasta llegó a considerárselos creativos.

El vandalismo, cuando se ejerce sobre símbolos que representan hechos y acciones de nuestro pasado, tiene relación con la iconoclastia. No conoceríamos la historia del mundo si no existiesen testimonios que certifiquen las diferentes etapas o eras geológicas. A estas alturas, estaríamos a oscuras, en una especie de limbo, tratando de entender cómo hemos llegado al estado actual de nuestro desarrollo. Sin embargo, tenemos la fortuna de contar con la paleontología, la arqueología, la etnología, la antropología y otras ramas de la investigación y las ciencias dedicadas a escudriñar las actividades del hombre desde los albores de la humanidad. Los primeros vestigios, ruinas y monumentos hacen parte del acervo cultural de la humanidad y es necesario conservarlos.

Aterricemos en Colombia. Recordemos –no con agrado, ciertamente– el arribo de los españoles a tierras americanas. Nos guste o no, los hechos son tozudos y los testimonios, representados en estatuas, nos pueden parecer un escarnio permanente para nuestra gente. Sin embargo, derribarlos no borra lo que ya ocurrió. Bastaría con omitir elogios en las placas y leyendas que los identifican. Al fin y al cabo, son héroes solo en sus países, donde sí deben abundar para ellos monumentos conmemorativos. Veamos un caso: para nosotros, el pirata Francis Drake es de ingrata recordación; por contraste, en Gran Bretaña se le rinden honores; además, al citar su nombre hay que llamarlo sir, título honorífico con el que el gobierno británico distingue a las personas que bien han servido al Imperio. Pero esos personajes, héroes en ciertos países, despiertan resquemores y hasta repudio en otros. Podría pensarse que hay razones para ello.

Cuando leí por primera vez el discurso pronunciado por Antonio Nariño en el Senado de la República para defenderse de graves acusaciones, empecé a valorar la importancia del prócer llamado “Precursor de la Independencia”. Durante gran parte de su vida, Antonio Nariño padeció por buscar a toda costa la libertad de este territorio que hoy llamamos Colombia. Fundó una rústica imprenta. Tradujo y dio a conocer, en 1793, los Derechos del Hombre y del ciudadano, promulgados por la Asamblea Nacional Constituyente de Francia en 1789. Así comenzó el calvario para este prócer nacido en Bogotá el 9 de abril de 1765.

En el desarrollo de las recientes manifestaciones de protesta se aplicó por primera vez en Colombia el derrumbamiento de estatuas y monumentos. Pasar todos los días al lado de una efigie de alguien que nos remite a tiempos no gratos debe ser incómodo, por lo menos. Pero intentar bajar –y de mala manera– de su pedestal al prócer Antonio Nariño es un acto imperdonable. ¿Acaso no fue él quien dijo a sus acusadores ante el Senado: “No habían nacido ustedes cuando ya yo padecía por la Patria”? Y agregó, en ese mismo recinto: “Que el hacha de la ley descargue sobre mi cabeza si he faltado alguna vez a los deberes de un hombre de bien, a lo que debo a esta Patria querida o a mis conciudadanos.” Si no tenemos para este patricio una sentida frase de agradecimiento, por lo menos, ante su monumento, detengámonos e inclinemos la cabeza en señal de reverente respeto.