El triste rastrojo del gigante

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Escrito por:

Fuad Chacón Tapias

Fuad Chacón Tapias

Columna: Opinión

e-mail: fuad.chacon@hotmail.com



Volvimos con la misma ilusión de aquel lejano primer día en que mi novia me llevó hasta allí para conocer las delicias del turrón navideño.

Entramos por la misma puerta automática de tantos otros paseos, nos absorbió el ya recurrente, aunque siempre insolente, frío atmosférico de su interior y divagamos de la mano por entre infinitas estanterías de coloridos destellos galácticos. A pesar de los muchos meses de acuartelamiento, regresamos como si nada hubiese ocurrido, como si siguiera siendo ayer

Al rato de navegar entre su aparente normalidad, pusimos rumbo a la librería. Al fondo a la derecha, antes del estand de periódicos y lotería, donde en incontables tardes nos escondimos de la lluvia y el tedio propio de la espera. Entramos a ese espacio que, durante nuestra última visita de marzo, y antes del gran standby, era ocupado por hileras insalvables de ladrillos policromáticos de papel que ejercían una incontenible fuerza de atracción sideral sobre los transeúntes de aquel lugar. No había voluntad que pudiera resistirse luego de deambular entre sus anaqueles durante más de un cuarto de hora. Era el tiempo justo para que salir de allí con un ejemplar de cualquier cosa bajo el brazo mutara de capricho literario a necesidad existencial.

Pero esa mañana, sorpresivamente, aquel rincón del planeta no estaba donde lo habíamos dejado. Fuimos y volvimos en línea recta desde los exhibidores de perfumes hasta los escaparates de los televisores, se había evaporado. Auscultamos cada metro cuadrado que salió a nuestro encuentro, palpamos el aire con desconfianza rastreando espejos distorsionadores, interruptores metamórficos, portales antimateria, paredes postizas de papel maché o cualquier otra explicación lógica que nos devolviera nuestra librería. Todos los esfuerzos fueron inútiles y, finalmente, con el hueco en las tripas de las cosas que sea van y no vuelven, tuvimos que sentenciar resignados que los cubículos de joyería de fantasía que ahora profanaban ese recinto sagrado de las letras eran la única realidad.

Al igual que nosotros, a lo largo del último mes miles de lectores en Madrid se han visto forzados a asimilar este trágico golpe de timón en la estrategia comercial de “El Corte Inglés”, la cadena de centros comerciales más famosa e icónica del país. El que en antaño fuera el vendedor de uno de cada cinco libros comprados en España, e incluso se diera el lujo de poner a la venta ediciones autografiadas con textos inéditos exclusivos, hoy es el mejor exponente de la crisis de la industria editorial. Una mesa extraviada en cualquier esquina con escasos ejemplares de las predecibles novedades que nunca fallan porque rotan con rapidez de best seller son el triste rastrojo del gigante que algún día fue.

Con las secuelas económicas del virus acechando desde las sombras a la estabilidad de las librerías que siguen aferrándose a su fe en los libros para no desaparecer, la sonora rendición pública de “El Corte Inglés” es un fortísimo gancho a la quijada, un amargo demo de los nuevos tiempos que vaticinan y sobre los que, ojalá, espero se equivoquen.



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