La peste del odio

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM

Hace una semana se conocieron las retorcidas aseveraciones privadas de un político radical argentino (es decir, perteneciente a la Unión Cívica Radical, lo que no lo ubica necesariamente en la derecha) en las que expresaba su deseo de que la pandemia actual efectuara una limpieza étnica en Argentina a ver si dicho país arrancaba por fin.
El anhelo comunicado entre nos consistía en que el virus ojalá se llevara a cinco o seis millones “de negros, de peronistas”, lo que, en el contexto lingüístico argentino, significa más o menos lo mismo: la gente pobre. El caballero puesto al descubierto se llama Julio Carballo, aunque esto es en verdad irrelevante. Lo importante es recordar que a Juan Domingo Perón se lo sigue detestando hoy con toda el alma en determinados círculos sociales y políticos de la nación sureña, casi con la misma pasión de cuando vivía. Odio que respira.

En 1987, trece años después de la muerte del caudillo y en plena campaña presidencial, desconocidos entraron al porteño Cementerio de la Chacarita a cortar y robar sus manos, o lo que quedaba de las famosas extremidades, sin que se hubieran olvidado de la espada y la gorra militar con las que se inhumó a aquel en el sepulcro familiar. Los profanadores exigían el pago de un rescate; no obstante, todo indica que ello era apenas una pantalla para encubrir su intención real. La investigación criminal siempre apuntó a que hubo muy seguramente cooperación de la inteligencia estatal en la maniobra; y, además, con el tiempo se estableció que no fue una simple coincidencia el hecho de que los que ahondaron en la cuestión fueron asesinados, o que se intentó su desaparición, durante los meses sucesivos, como si se tratara de una mala película de espías.

¿Por qué Perón?, ¿por qué atacarlo muerto?, ¿por qué a sus órganos? La mejor explicación es que la democracia argentina todavía padecía endeblez en ese entonces (se había restaurado en 1983), y existían quienes temían un nuevo advenimiento electoral de la izquierda que Perón mal que bien representó desde mediados del siglo XX, la que acaso se avistó rediviva en el justicialismo de Carlos Menem. El ataque a sus restos, por repugnante que parezca a algunos, implicaba la materialización de una amenaza indiscriminada (demostrar hasta dónde podían llegar sus autores), a la vez que una simbolización de la derrota del hombre carismático alrededor del cual tantos seguían unidos, en un Estado en que el dogmatismo ideológico nunca fue definitivo. Las manos de Perón eran su distintivo: con ellas saludaba, sonreía, mimaba al pueblo… Palmas abiertas que encarnaban cercanía.

Pero que se manipulara el cadáver de Perón no mostraba sino la insistencia en la venganza iniciada tres décadas y pico antes, con la canalla puesta en circulación, en tanto que moneda de cambio, del cuerpo embalsamado de su segunda esposa, Eva Duarte, fallecida por cáncer en 1952, a los treinta y tres años. Luego de ser momificado, expuesto, secuestrado, mutilado, accedido sexualmente (sí, tal cual), enterrado en Europa, desenterrado, se embovedó finalmente en 1976 en el distinguido Cementerio de la Recoleta, un vecindario poco peronista que solo pudo protestar sil.

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