Realmente, pensé que nadie lo haría, pensé que seguiría la suerte de toda cadena de Whatsapp y moriría olvidado, pero justo al borde de las 10 de la noche empezó el barullo, el runrún cómplice que corría por las avenidas vacías. Como gotas, las palmadas fueron cayendo una tras otra hasta formar un gran aguacero de aplausos.
Afuera, la vida se ha congelado. El metro se convirtió en una gran oruga esquelética que avanza hueca con su aliento a desinfectante que irrita la nariz, mientras sus estaciones son pueblos fantasmas donde el tumulto y el ajetreo han sido reemplazados por el eco vacuo de mis pisadas y anónimos guardias confinados que te miran con sospecha y prevención al mismo tiempo. Hasta entonces, nunca, ni en las horas más aciagas del último Transmilenio noctámbulo que recorría la Avenida Caracas, había tenido un vagón solo para mí. Bueno, y ni tanto, porque aún sin nadie a mi alrededor, ahí siempre estaría él, el virus, sentado en todos los puestos desocupados, repasando con orgullo las noticias de las bajas del día anterior, burlándose de nuestra mortalidad, poniendo a prueba a toda la humanidad.
Armado con el salvoconducto de mi oficina, prerrogativa que nadie debería envidiar, camino en solitario silencio por el Paseo de la Castellana. De no ser porque sé de antemano que ésta es mi vida real y que la desolación se ha impuesto por decreto del Partido Socialista, bien podría confundirme y empezar a pensar que estoy en una película de zombis, donde cada tapabocas que pasea a un perro es un aliado sobreviviente. Mis pasos se pierden entre los chorros antisépticos de los camiones cisterna que lavan los andenes con hombrecillos amarillos al volante. Cruzo pasos de cebra con semáforos en rojo que detienen a un tráfico invisible que me arrolla con sus prisas imaginarias y me abro paso a empellones para atravesar el río de los espectros ausentes de la hora pico. Allí, por un segundo, me convierto en el rey de la Madrid en cuarentena que, aunque fría en sus calles, late caliente y vaporosa tras cada pared de hormigón.
Entro finalmente al supermercado, aquel último bastión de la civilización moderna, donde las filas interminables han desaparecido y ahora solo quedamos los asiduos de la última hora. Como en una armería, erramos por los pasillos buscando munición para el encierro. En nuestro caso, chocolate, porque hay dos tipos de pandemias: Las que te cogen con chocolate en la alacena y las que no. Pago y me voy corriendo a casa, ya casi es el momento de los aplausos, los cinco minutos de rebeldía de la vida sobre la muerte.