La esquina está allí, justo al cruzar el Río Manzanares, a pocos pasos de aquel antiquísimo matadero de vacas donde cada tarde un hilillo de sangre escarlata reptaba por las calles de Madrid, a lo José Arcadio el día de su fusilamiento.
De entrada es posible percibir el asedio de los funestos fantasmas del pasado, en un local que más parece un altar a Francisco Franco que un bar de tapas, un inapelable punto de procesión para los fervorosos seguidores del caudillo. Con banderas de águilas ilegales que solo pueden exhibirse en privado, quepis donados de todas las divisiones militares del país que adornan las paredes como animales disecados e incontables retratos del dictador en botellas, calcomanías y fotografías que se multiplican con cada nuevo pestañeo, el Bar Oliva es un templo pagano al franquismo, una oda gastronómica a uno de los períodos más oscuros de la historia española. O lo sería, de no ser porque su propietario es un chino, sí, un chino de la China, Chen Xiangwei, el último chino fascista de la península.
Y así es como todo el lugar se despoja espontáneamente de aquel aire de perversa sacralidad y los chistes que Chen va haciendo de mesa en mesa, en un español chirriante, aunque perfectamente coherente, convierten aquel refugio de nostálgicos de la Guerra Civil en un teatro del absurdo donde la puesta en escena parece una gran parodia de sí misma. El “chino facha”, como se le conoce popularmente en el país, ha construido una atracción turística en la que tal vez ni siquiera cree realmente (como todos los adornos navideños o pesebres Made in China), pero con la que ha concentrado en el mismo lugar a quienes ven en su bar un mausoleo de gratitud, una descarada apología al franquismo o una crítica caricaturesca escondida a plena vista. A favor o en contra de Franco, todos pueden venir al Bar Oliva a comerse unas patatas bravas mientras lo discuten.
Su performance no siempre ha sido bien aceptado, pues múltiples veces lo han vandalizado y hasta le han golpeado en la calle, pero todo eso no hace más que agrandar su leyenda. Por eso es que su hijo se llama Franco Chen y por eso ha decidido refundar su bar una cuadra más allá cuando expire su contrato de arrendamiento a final de mes. “Una, Grande y Libre” se llamará, más franquista, más polémico, más morboso, más atractivo para visitar que nunca.
“El puto negro quiere café para llevar” grita Chen a su mujer tras la barra mientras su avergonzado cliente afroamericano ríe entre dientes y todos a su alrededor lo celebran. Aquí no hay filtros, no hay estereotipos, todo son risas políticamente incorrectas.