Venganzas

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



El 8 de julio de 1990, en Roma, el magnífico Estadio Olímpico acogía a las setenta mil almas de su aforo gritando duro a favor del que hacía de local en la práctica, Alemania Federal, el equipo de fútbol del país de moda, que tres meses más tarde se reuniría con sus hermanos –hoy, ante todo, vecinos- del este, la Alemania Democrática, como si las cuatro décadas y media anteriores no hubieran pasado.
A los gauchos, el defensivo oponente de los europeos en esa final de la Copa Mundial de Italia, dicho ruido no les hacía gracia, y lo hizo menos cuando se transformó en silbatina a partir de la larga introducción de su himno, fracción que no se canta. Sin embargo, era evidente que la real razón del ataque acústico era el hecho de que, con la albiceleste (tal noche, la azul marino) estaba, a pesar del dolor, el hombre del tobillo triturado: Diego Maradona.

Así, una vez las cámaras oficiales terminaron su obligado paneo por el rostro de los diez suramericanos que cantaban a la patria con el Pelusa, al llegar a este, que apenas tenía veintinueve años, transmitieron en directo el gesto de las palabras que pronunció, en clarísimo, altisonante español. “¡Hijos de puta, hijos de puta!”, les respondió Maradona a los que se atrevían a insultar a sus colores, y –como dentro de sí lo debía de saber- a desafiarlo a él, que era el símbolo de la escuadra de Carlos Bilardo, el que jugaba en Italia y había hecho del Olímpico, a punta de zurdazos, el patio de su casa en tantas tardes domingueras. En aquella época, treinta años hace, no había lugar para niños de mamá quejosos por la injusta discriminación en el fútbol, así que Maradona tomó el asunto en sus manos, tal que operaban en Nápoles sus amigos de la Camorra (aunque el capitán terminaría llorando ese día igual que se llora por un amor perdido).

A los argentinos les tocó aguantarse la rechifla sin poder hacer nada. Desde el banco, el Narigón Bilardo y el centrocampista Sergio Batista miraban a las tribunas con incredulidad. El odio envilecía el aire de verano. (Después se sabría que la DEA estuvo en ese partido, encubierta con sus agentes, espiando a los jefes de la mafia allí presentes: que a los gringos no les importe el soccer es cosa tenebrosa). Marcelo Aráujo (Aráujo y no Araújo, a mí no me pregunten), el pintoresco narrador argentino, cuyo nombre judío es Lázaro Zilberman, se oía fastidiado detrás del micrófono luego del abucheo padecido; en lo personal, solo durante los años posteriores a aquella tarde de vacaciones escolares vine a entender la mecánica de la que sería su venganza.

Apenas el himno alemán (el mismo que entonaban los nacionalsocialistas) sonó a continuación del latinoamericano, Aráujo no mostró respeto en forma de silencio, sino que dio en detallar a la audiencia la causa del rechazo sufrido: los supérstites de los países eliminados por Argentina (especialmente brasileños e italianos), con la bulla y sus banderas al lado de las teutonas, desvelaban su resentimiento. (Con ello –agrego yo-, los únicos humillados fueron los itálicos, averígüese por qué). Argentina perdió debido a un penalti dudoso, a falta de cinco minutos para el cierre. Andreas Brehme –con el tiempo, alcohólico- lo cobró a sangre fría, y el inconmovible Franz Beckenbauer obtuvo, por su lado, la revancha de 1986. Alemania, que había vencido a todos sus rivales (excepto a los combativos colombianos), al fin pudo sentirse de nuevo en 1940.