Tengo un sueño de groupie literario. Uno de esos caprichos exuberantes que acometemos los fans por devoción a un escritor que ya nunca conoceremos.
Dos meses antes de ganar el Nobel de Literatura, García Márquez publicó una columna llamada “El Mar de Mis Cuentos Perdidos”, un réquiem para todos aquellos relatos que nunca verían la luz, bien porque jamás encontró el momento para escribirlos o porque tras horas y horas de ingeniería cerebral se vio forzado a reconocer dolorosamente que simplemente eran malos relatos. “En Agosto Nos Vemos” es otro naufragio más, como el del hombre que se quedaba atrapado entre varias capas de sueños (sí, a lo Inception) o el del desconocido cuya presencia dañaba todas las máquinas de un pueblo, pero su valor radica en que a pesar de los cantos de sirena que pedían reflotarlo para estallar las vitrinas como su obra póstuma, su familia se negó rotundamente por la razón más profesional de todas: A Gabo nunca le terminó de convencer lo que estaba escribiendo.
Y es que resucitar voces desde el más allá siempre ha sido un negocio bastante rentable. Solo hace falta ver la continuación de la saga de Millennium que seguramente Stieg Larsson no habría consentido o los tomos de obras inconclusas tipo “Alabardas, Alabardas” de Saramago o “De la Finitud” de Günter Grass, que entre bosquejos de dibujos, desvaríos de sus autores y cuanta anotación adicional se pueda imprimir, pretenden vendernos un producto cualquiera, ya no el legado póstumo de un artista a manera de despedida terrenal, sino las secuelas de aquella enfermedad que hace que los escritores escriban hasta el último día de sus vidas. No para que sea leído, masificado, ni rentabilizado, sino para que las letras fluyan naturalmente por la mano y encuentren su destino en algún trozo de papel al final de los dedos.
No todo lo que uno escribe es digno, hay días en los que te levantas con las musas de tu lado y otros en los que hasta un mensaje de cumpleaños agoniza por la herida mortífera de una mala redacción. Y por ello, lo más importante es defender el respeto al filtro interno de calidad del escritor, el más severo, el que no se propulsa por los millones en ventas sino por esa hambre insaciable de excelencia, de lograr articular en vida las letras más sublimes que se sea capaz.