La cita era al filo de la media noche, en Cuatro Torres, aquel imponente complejo de edificios que a fuerza de cemento y ladrillo esculpió el rostro del Madrid empresarial.
Nos esperaba un picnic improvisado con hamburguesas de McDonald’s y una luna de aluminio que, tallada como un blanco croissant, colgaba macilenta de las grúas de una construcción cercana homenajeando el paseo espacial de Armstrong y sus amigos de parranda espacial.
Pero ya desde la ventana del Uber se divisaba algo fuera de lugar: Una gigantesca bandera de luz amarilla, azul y roja de casi 250 metros derramaba sus colores por las paredes de la Torre Cepsa, el segundo rascacielos más alto de toda España. Feliz día de la independencia.
Este inesperado y nostálgico detalle no deja de ser curioso, aunque nos infle el pecho de orgullo y nos haga rebotar el corazón de alegría, pues en honor a la verdad, muy poco se sabe o se enseña sobre la hazaña libertadora de Bolívar por estas latitudes y, realmente, poco menos les importa.
La insignificancia relativa de uno de nuestros hitos históricos más importantes siempre me provocó una ofuscada perplejidad, y aunque en un primer momento tuve el arrebato infantil de achacárselo a una pataleta de mal perdedor, las cosas que he aprendido sobre la convulsionada historia española me han permitido llegar a una frustrante conclusión: en la larga travesía del imperio en el que nunca se ponía el sol, solo fuimos un efímero suspiro.
Pero antes que enervar la indignación porque la Batalla de Boyacá se haya visto reducida a un pie de página y el estruendo quebradizo del Florero de Llorente se fundiera con los silencios mudos de la historia española, mi intención es mostrar que, dejando el patriotismo efervescente de lado, tiene todo el sentido que esto sucediera. Y es que, aunque no lo parece, la España actual es un país tremendamente joven que día a día lucha por consolidar un proceso de creación de identidad nacional que muchos de sus pares europeos atravesaron hace décadas, al tiempo que se las arregla para lidiar, como mejor puede, con las fuerzas independentistas que pretenden su implosión.
Los últimos 100 años de España han constituido una montaña rusa con la cual bien podrían llenarse varias cátedras de historia: Sobrevivió al infierno de una Guerra Civil que casi desangra al país para luego caer en manos de una despiadada dictadura que se sentó a la mesa con Hitler y Mussolini durante casi 40 años; acalló, no exento de polémica, las bombas y fusiles de una banda extremista que demandaba la independencia del País Vasco y, hoy por hoy, bajo la batuta de su apenas séptimo presidente, experimenta con la democracia multipartidista, tratando de recordar el sabor que tenía antes de que las tinieblas se cernieran sobre ella, mientras busca la fórmula para contener la avanzada del separatismo catalán.
España no ignora a Bolívar deliberadamente, sencillamente es una tierra con demasiados recuerdos y heridas frescas que apenas empiezan a cicatrizar.