Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
Como no sé de esto, busco en Wikipedia la definición de marketing político (entre otras cosas, creo que los entendidos no traducen marketing a la palabra española mercadotecnia porque esta última, por más correcta que sea, podría sonar más a compra y venta de votos cuando se le pone el adjetivo “político” al lado, que cuando se usa con su nombre original inglés).
Encuentro en la definición correspondiente que tal disciplina “[…] surge de la combinación de las ciencias políticas y el marketing, […]”, que su objeto de estudio son las campañas políticas, que se vale de diferentes técnicas para diseñar y ejecutar acciones tácticas y estratégicas en campañas político-partidarias “[…] siempre que busquen conquistar fines políticos. […]”. Es decir: el marketing político es lo que hace ganar elecciones incluso a pésimos candidatos. Una execrable maravilla.
Pero no deseo ser malinterpretado: la buena venta no es mala en sí misma, ni representa engaño ni trampa. Los que deciden, que, en Colombia, por algo son mayores de dieciocho años, deben estar en capacidad de discernir más allá de las caras maquilladas de uno y otro candidato, y juzgar –o no- lo que proponen a través de sus discursos, y entonces resolver por su cuenta lo que consideran mejor para sí, y no lo que es mejor para la sociedad, asunto muy diferente. Finalmente, al marketing político, según veo, no le interesa tanto el electorado en su conjunto, sino el cliente individual, el votante solitario, que piensa en lo suyo, en sus intereses inmediatos, su vida y su familia, antes que en transformaciones sociales o colectivas. Esto también es entendible, está en la naturaleza humana: cada persona busca su bienestar.
Ello es así, incluso, cuando se examinan las razones ciudadanas en los estados de bienestar, donde hay plata para repartir por igual e impera la paz social: a todos les importa el bien común solo cuando el individual está plenamente satisfecho. Así, cuando algún candidato de los de estos días se presenta usando de los instrumentos del mercadeo (la publicidad excesivamente optimista de siempre, los videos santurrones abrazando gente, los dulzones eslóganes de campaña), y, al mismo tiempo, anticipando un gran cambio de toda la sociedad en su conjunto una vez lo elijan, no puedo abstraerme de padecer mi habitual apatía ante el vacío, a pesar de que solo estoy considerando el plano teórico, que parte desde el imaginario voto no dirigido.
Sin embargo, en los intersticios del tedio me ha dado por pensar en el móvil por que los candidatos patrios insisten en lo colectivo: al conglomerado le mienten algo parecido a que en una corporación pública (concejo o asamblea) se va a garantizar –no se sabe cómo- el desarrollo local; o que, si eligen a este como alcalde, él sí va a construir un transporte público masivo –que no habría con qué pagar ni con plata del próximo milenio-; o ya que, si a aquella se la designa gobernadora, ella pavimentará hasta los caminos sin tierra. En definitiva, es necesario –y más presentable- recurrir a la falsa promesa retórica para el grupo, pues este pesca menos las ligerezas (siente más que piensa). He concluido que, después de todo, los del marketing político son unos genios: convencer al empadronado –que opta desde su egoísmo natural- de que es el grupo el que yerra, y no él –que es parte de ese grupo-, resulta, cuando menos, un acto de magia.